jueves, 5 de julio de 2012

CUANDO FUIMOS LOS MEJORES...

Hace unos días, mientras leía los comentarios más o menos ingeniosos en Twitter de algunos usuarios, me topé con uno que decía: "El gran problema de la socialdemocracia es que sus representantes nunca se han comportado como socialdemócratas". Más allá de la ocurrencia en sí, lo cierto es que la frase se hacía eco del dicho, entre otros, según el cual los socialistas se vuelven conservadores en cuanto se convierten en ministros. 

Ahora mismo, hemos de afrontar la acusación que afirma que formulamos propuestas más beligerantes cuando nos hallamos en la oposición, y que después no cumplimos cuando nos encontramos en el poder. Desde luego, no es una estupidez cualquiera que se pueda desechar sin un mínimo análisis, especialmente cuando algunas de las voces provienen de nuestras propias filas. Sin embargo, también hay cierta dosis de inexactitud en esa aseveración como ahora trataré de explicar.

Durante los últimos dos años de gobierno socialista en los que la crisis mostraba su faceta más cruenta (2009-2011), me llegaban por todas partes lamentaciones que hacían referencia a un pasado glorioso no solo del PSOE, sino de la propia socialdemocracia. Algunas de estas voces reflexionaban que el partido había sufrido una involución y que la socialdemocracia "está en crisis".

Por lo que respecta a España y los socialistas, situé mi pensamiento en el comienzo de nuestro actual periodo democrático, ya que sería absurdo pretender establecer una comparación del momento actual con otras épocas anteriores (fundación del PSOE, IIª República, Guerra Civil, Franquismo).  

Cuando los socialistas tuvimos que afrontar la responsabilidad de gobierno que nos dieron las urnas de manera más que holgada en 1982, había todo un país por construir y una Constitución por desarrollar. Una tarea hercúlea como pocas. Pero al mismo tiempo, mucho más gratificante, al ser el margen de actuación mucho más amplio.

Derechos y prestaciones que ahora nos parecen irrenunciables tan solo eran ensoñaciones políticas. No fue hasta 1985 en que se desarrolló el precepto constitucional en la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) que junto a la Ley de Reforma Universitaria (LRU), introdujeron los cimientos sobre los que una educación pública como derecho que permita la igualdad de oportunidades, se ha erigido en este país.

Pero incluso un exministro de la talla de José María Maravall reconoce haber cometido algunos errores en la elaboración de la LODE que han tenido sus consecuencias en el presente. Con ello no pretendo restar mérito al que, probablemente, ha sido el mejor ministro de Educación que ha tenido España. Sería absurdo por mi parte siquiera pensar que los comentarios que yo pueda hacer pueden constituir una mancha en su historial, pero sí pretendo hacer constar que tendemos a recordar siempre las cosas con mayor brillo del que tuvieron.

Otro tanto sucede con el Sistema Nacional de Salud (SNS) instaurado en 1986 y con la Ley General de Sanidad. Fue otro insigne socialista, Ernest Lluch, quien se encargó como ministro en aquel entonces de configurar el armazón sobre el que se desarrolla la prestación de un sistema de salud universal, público y gratuito. Curiosamente, los mismos defectos que podrían asociarse a la LODE pueden achacarse a esta norma, por cuanto no se cerraron los puentes a los posibles (hoy reales por obra y gracia del PP, Esperanza Aguirre, José Ramón BauzáAna Mato,  y compañía) boicots que podían prepetrarse desde las comunidades autónomas.

Por lo tanto, tampoco nuestras grandes aportaciones están exentas de crítica y de matices respecto de los logros alcanzados.

En cualquier caso ambas leyes, a pesar de sus carencias y defectos, han permitido construir un Estado del Bienestar cuyo desarrollo no se ha llevado a cabo de manera inmediata, sino a través de los distintos gobiernos socialistas de los 80, 90 y 2004-2011.

La sanidad y la educación públicas constituyen, junto con el sistema de pensiones y la Ley de Dependencia los denominados pilares del citado Estado del Bienestar. Pero a menudo se omite que estos derechos constitucionales, poco o ningún sentido tendrían si no estuvieran acompañados de otros derechos civiles igualmente fundamentales. Me refiero (aparte del derecho a la libertad de expresión o de asociación), al derecho a una igualdad efectiva de género (no podemos reivindicar una igualdad de oportunidades general si entre hombres y mujeres todavía no está garantizada), el derecho a poder contraer matrimonio con la persona amada sin importar su sexo,  o el desarrollo de la mencionada Ley de Dependencia.

En este instante en el que el maremágnum económico barre con todo, es difícil apreciar en su justa medida cualquier avance que se haya llevado a cabo que no sea en la citada materia, en  la que más bien lo que ha habido han sido retrocesos. Pero cuando podamos juzgar con perspectiva suficiente los logros obtenidos en los años de José Luís Rodríguez Zapatero en relación a los derechos citados, sabremos apreciar el esfuerzo realizado cuando parecía que poco podía hacerse ya en este sentido. Otra valoración distinta se puede hacer en materia económica y fiscal, desde luego.

He querido dejar para la última parte de este texto, la referencia a las políticas económicas y fiscales desempeñadas por los progresistas en España.

No es necesario ahondar en el tremendo impacto para la economía de los países y, en consecuencia, de las prestaciones sociales de los mismos que han tenido las políticas neoliberales. Una gran parte de las veces, ejecutadas por sus principales paladines (Reagan, Thatcher, Major). Otras por supuestos enemigos de las mismas cegados por el fulgor de tiempos de bonanza impostada (Blair, Schröder y, en menor medida, Zapatero).

Pero más allá de la certeza de que la Tercera Vía conducía a un precipicio político para la socialdemocracia, es justo también realizar una serie de consideraciones sobre la realidad de una política fiscal progresiva y redistributiva en el marco de una economía global y europea.

Resulta evidente que la realidad actual de los Estados dista mucho de la que imperaba en los 70 y los 80. Por aquel entonces, la globalización, aunque ya enunciada, se encontraba en estado embrionario y sus consecuencias tardarían décadas en padecerse. Así pues, las políticas fiscales de los países podían permitirse tipos muy elevados que grabaran las rentas de trabajo más cuantiosas, así como a las empresas en función de su tamaño y facturación. No había otros Estados que pudieran dejar en aguas de borraja estas políticas.

La división existente entre los bloques capitalista y comunista impedía que las distintas regulaciones laborales generaran las desigualdades competitivas actuales. La deslocalización de las fábricas y empresas, aunque ya existía, se hacía entre Estados con ciertas similitudes e incluso dentro del propio país (algo apuntado por Bernstein en "Las tareas de la socialdemocracia").

Sin embargo, la entrada en la UE, los Tratados de Maastricht y Schengen, el Euro, la caída del bloque comunista y el desarrollo de la globalización han propiciado que los Estados sean incapaces de afrontar los retos políticos actuales por sí solos.

Y respecto a las políticas fiscales, comprobamos como incluso dentro de la propia UE existen desigualdades brutales que facilitan que, por ejemplo, empresas como Apple tributen en Irlanda al 12,5 % las ganancias de sus tiendas en España, donde el tipo nominal (que no real) aplicable sería de entre el 25% y el 30%.

La existencia de países europeos como Suiza, Luxemburgo, Andorra, San Marino, Mónaco o Liechtenstein, torna en absurdo cualquier discurso para acabar con los paraísos fiscales de ultramar. Por lo tanto, según que afirmaciones sobre las posibilidades actuales de políticas fiscales progresivas deben ser realizadas teniendo en cuenta está coyuntura.

En consecuencia, la situación es completamente distinta en la actualidad, pero mucho más compleja de abordar. Un problema global requiere de una respuesta global. Y no es que la socialdemocracia no tenga una solución que proponer: el internacionalismo ha sido una de sus premisas ya desde los tiempos de Bernstein. Pero resulta evidente que la coordinación y cooperación necesarias para poder afrontar un reto de estas características, suponen una dificultad a la altura, cuando no mayor, que la que tuvimos que afrontar los socialistas en la España de principios de los 80.

Así pues, no creo que nuestra ideología ya haya dado lo mejor de sí. No considero que cualquier tiempo pasado fuera mejor. Más bien al contrario, es ahora cuando más sentido tienen nuestras ideas. La socialdemocracia no está en crisis, sino que más bien, la crisis solamente se superará con más socialdemocracia.  En nuestro país, ante la deconstrucción del Estado del Bienestar ya tenemos un ejercicio mayúsculo de reposición por delante, pero es en Europa donde se han de formular los principales cambios necesarios a través de propuestas globales: más armonización fiscal y laboral, mejor regulación financiera, agencias de calificación públicas, eurobonos, tasa Tobin, etc.

Habrá quienes elijan quedarse con el pasado, a pesar de que este nunca es tal y como lo recordamos. Mientras tanto, otros preferimos trabajar en el presente para conseguir un futuro que se asemeje a lo que deseamos.


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