martes, 19 de noviembre de 2013

SOBRE EL (EUFEMISMO) "DERECHO A DECIDIR"

Hace ahora unos días, el diario El País publicó un artículo que firmaban Joan March y Antoni Garcías. El contenido del mismo resulta más que interesante por la aproximación que realiza a la posible modificación del texto constitucional para el encaje del denominado eufemísticamente "derecho a decidir" (primera y última vez que utilizo el término en este texto) así como la implantación de un Estado federal en la estructura institucional de España. Sin embargo, hay ciertos aspectos de su contenido que me generaron dudas de diversa índole, así que escribí al primero de ellos exponiéndole las mismas. Finalmente, he decidido reflejarlas aquí con el ánimo de añadir mi opinión particular a este debate que tanto espacio ocupa en los medios y las conversaciones. 

Entrando ya en materia, el artículo señala, entre otras cuestiones: 

"Un partido como el PSOE, con más de 100 años defendiendo la democracia como el mejor sistema de gobierno, no puede estar en contra del “derecho a decidir” escudándose en preceptos constitucionales. Defender tal postura bajo el amparo del contrato social por el que un individuo o un grupo de ellos restan vinculados a una estructura política es pervertir la esencia del propio contrato que se centra en la voluntad manifiesta de las partes."

“(…) el requisito indispensable de todo sistema democrático es el de fundamentar la legitimidad de cada decisión en la voluntad de los propios sujetos sometidos a la misma.

Por tanto, si en un determinado territorio, un número importante de ciudadanos que lo habitan manifiestan que quieren poder decidir sobre si este territorio debe seguir políticamente unido a otros, no hay ninguna razón para que una persona que se considere demócrata se pueda oponer frontalmente a que estos ciudadanos puedan expresar libremente su voluntad.

Entiendo como válida la figura ilustrativa del contrato que une a los ciudadanos con el Estado al “firmar” (comprendido así el voto afirmativo) la Constitución española de 1978, que sería el contrato propiamente dicho. Como bien razonan o argumentan quienes suscriben el contenido, las partes tienen el derecho legítimo a poder desvincularse cuando así lo consideren oportuno de las obligaciones contractuales que les unen. No tengo nada que objetar en este sentido.



Sin embargo, mi escepticismo viene dado por lo que debe entenderse como parte o partes de esta relación contractual. Una de esas partes, creo que no hay discusión al respecto, sería el Estado. Es la otra la que me genera dudas respecto a su consideración. Porque ¿Debemos entender a los ciudadanos como parte en su conjunto global, representantes de todos los españoles cuando votaron en el referéndum del 6 de diciembre de 1978? ¿O debemos entender a los ciudadanos como “partes individuales”, porque únicamente se representaban a sí mismos al ejercer su derecho individual e intransferible a votar? Lo que sí tengo claro es que ninguno de ellos representaba solamente a Cataluña o Baleares o cualquier otra comunidad autónoma como persona jurídica con capacidad para contratar.

En mi opinión, la segunda opción, la de que los ciudadanos son partes individuales resulta menos apropiada por varios motivos. Si seguimos utilizando la metáfora contractual solamente aquellos que ejercieron su derecho a votar como individuos independientes y “no conectados socialmente” y que, en consecuencia, quedaron vinculados estarían legitimados ahora para desvincularse. Eso sería en detrimento de aquellos que no votaron porque no quisieron o pudieron hacerlo ese día.

Con esta argumentación, tampoco las generaciones que han nacido posteriormente  o que no eran mayores de edad en aquel entonces estarían obligadas contractualmente al no haber rubricado con su voto el texto constitucional, por ejemplo.

Así pues, la primera opción, la de que los ciudadanos que pudieron votar representaban de algún modo a todos los españoles de forma genérica, sin restricciones de edad o de vinculación "voto= firma de contrato", creo que se ajusta más a la realidad jurídica y al alcance de la Constitución. Así lo establece en su artículo 9.1, al utilizar la denominación genérica y global de “ciudadanos” sin cláusulas específicas de discriminación:

Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.”

Pues bien, comprendiendo a la parte que representan los ciudadanos de tal forma, como ente global, considero que un conjunto de ciudadanos españoles como son aquellos catalanes que desearan desvincularse del Estado español, no representan a la totalidad de la ciudadanía que es quien sí tiene, en mi opinión, la plena legitimidad para expresar su voluntad sobre si se efectúan los cambios constitucionales que permitan la desafectación de Cataluña o cualquier otra región de España. Una "parte" de LA PARTE no puede hacer acopio de toda la capacidad de desvinculación o vinculación que le corresponde a esta última. 

Argumentar, por ejemplo, que ciudadanos de Cataluña que pueden constituir una mayoría pueden desvincularse (siguiendo las reglas del Estado de Derecho) del resto de España porque su superioridad cuantitativa en un territorio concreto que no es un ente soberano así lo legitima, supone abrir la puerta a que los ciudadanos de Girona o Lleida, por ejemplo, puedan hacerlo del resto de Cataluña basándose en las mismas justificaciones.

Así pues, solamente veo dos vías u opciones para poder introducir el derecho a que los ciudadanos puedan mediante referéndums decidir sobre la desvinculación de sus territorios del resto del Estado, sin perjuicio de los límites o acotaciones que deberían introducirse sobre el alcance de la palabra “territorio”.

La primera sería que se acometiera la reforma del texto constitucional a través del artículo 168 con todo lo que ello conlleva, es decir: que haya un consenso previo de dos tercios de cada cámara y se proceda a la disolución de las Cortes, para que tras unas elecciones la votación del nuevo texto sea aprobada por dos tercios de ambas cámaras de nuevo y, finalmente, sometida a referéndum en todo el territorio nacional.


La segunda, sería la que plantea el texto de los dos autores respecto a la cesión de la competencia comprendida en el artículo 149.1.32ª de la Constitución. Pero no considero que su cesión fuera tan sencilla en un principio: el referéndum es una de las competencias exclusivas del Estado que figura citada de manera expresa en la Constitución española. Por lo tanto, deja muy poco margen a la interpretación de dicho precepto. No se trata, pues, de una de las competencias a las que alude el 149.3 y, por ello, requiere de una Ley Orgánica de transferencia y delegación, tal y como dispone el artículo 150.2 del texto constitucional.


La aprobación de leyes orgánicas requiere de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, tal y como establece la propia Constitución en el artículo 81.2. Eso nos sitúa de nuevo en la necesidad de un consenso mayoritario de las fuerzas que componen el hemiciclo, o bien que el partido que tuviera mayoría absoluta hubiera propuesto electoralmente la citada delegación de esta competencia concreta y con este objeto. En tal caso tengo mis más que serias dudas de que la obtuviera.


Lo que sí tengo muy claro que es en una cuestión tan sumamente delicada como ésta, no podemos buscar atajos ni soluciones a medias. Cualquier reforma en tal sentido pasa, en mi opinión y por lo ya expresado, porque haya un consenso mayoritario de toda la sociedad española que se vea refrendado en un plebiscito electoral y, posteriormente, se lleven a cabo las modificaciones legales correspondientes para poder ejecutarlo, si esa resulta la opción votada por la mayor parte de los ciudadanos.

No me opongo de manera frontal a que pueda introducirse en nuestro ordenamiento jurídico el derecho a la autodeterminación de una región o comunidad autónoma de España. Como señalan correctamente, a mi juicio, los autores nadie con sensibilidad democrática puede oponerse a tal posibilidad si se confirma que existe una mayoría social que así lo desea. 

Pero la primera regla inquebrantable de una sensibilidad democrática debe ser el cumplimiento de la legalidad para conseguir los objetivos que se persiguen. Si eso comporta un cambio de las normas, hágase, pero siempre siguiendo las reglas del juego y con pleno respecto y sometimiento al Estado de Derecho. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

EL CREPÚSCULO DE LAS CONSOLAS TRADICIONALES

Nos encontramos en la antesala de la irrupción de una nueva hornada de consolas domésticas y si algo podemos ya afirmar, es que a medida que se suceden las evoluciones de éstas, sus capacidades extralúdicas adquieren tanto protagonismo como su función principal, esto es, jugar.

No se trata de algo pernicioso per se. A fin de cuentas, muchos de nosotros nos acercamos a este mundo gracias a los ordenadores de los 80 que nuestros padres compraron en su día “para ayudarnos a estudiar”, lo cual no deja de resultar bastante paradójico.

Además, no somos pocos quienes en las dos últimas generaciones (bueno, salvo que seas nintendero) hemos utilizado sin rubor nuestras consolas como aparatos de reproducción de audio y vídeo. En algunos casos con más asiduidad incluso que su cometido lúdico.

Soy plenamente consciente de que estas líneas constituyen una concesión a la nostalgia sin más finalidad que pasar un buen rato rememorando días ya pasados. Pero lo cierto es que no puedo evitar pensar que había algo mucho más bello, más poético, más auténtico, cuando las consolas servían únicamente para jugar.



Una de las características de aquellas máquinas es que, a diferencia de lo que sucede en la actualidad cuando su diseño ha adquirido una importancia irracional por varios motivos, su aspecto estaba plenamente condicionado por su funcionalidad. Así pues, su arquitectura externa nos muestra que fueron concebidas como artefactos sencillos y pensados para poder albergar sin problemas sus enormes cartuchos (pantagruélicos en el caso de la NES) sin importar en modo alguno su encaje estético en el salón de casa.

A fin de cuentas, por aquel entonces las consolas eran vistas como objetos tan marcianos por la mayor parte de la población que, en cierto modo, tenía sentido que su aspecto no estuviera encaminado a epatar. Además, su falta de funcionalidades al margen de jugar a videojuegos, hacía que su presencia cuando no eran utilizadas fuera tolerada con desagrado por las féminas que en aquellos años dictaban nuestras normas esenciales de convivencia, ergo nuestras madres (hasta su sustitución unos años más tarde por nuestras novias).

Sencillamente, para ellas no tenía sentido aquel trasto rectangular y feo con esos horribles cables por todas partes en el habitáculo donde tenían lugar las comidas familiares, el visionado de partidos de fútbol con nuestro progenitor y de “V”, por ejemplo, con todos los miembros de la casa.



Por otra parte, existe un aspecto que me llama enormemente la atención sobre las máquinas actuales. Y es que una parte no poco importante de sus capacidades están dedicadas a esas otras características que no están relacionadas con el uso de videojuegos. Así pues, sus sistemas operativos están configurados no para optimizar al máximo su rendimiento en potencia de juego, sino que deben ser lo suficientemente versátiles para poder llevar a cabo las otras actividades multimedia para las que han sido diseñadas, consumiendo algunas de ellas no pocos recursos. Así, su software interno requiere por su complejidad una dedicación importante de memoria que no puede ser utilizada para mover una mayor carga poligonal, por ejemplo.

Eso es algo que no sucedía en unos aparatos que estaban concebidos exclusivamente para jugar cuando, en aquel entonces, la separación entre el PC y las consolas era total y absoluta. Sistema operativo era sinónimo de ordenador y de otras opciones, además de poder usar videojuegos. En las consolas, incluso la pequeña cantidad de software que llevaban para poder ejecutar los juegos tenía su finalidad lúdica. Era inconcebible denominar a eso “sistema operativo” tal y como los conocemos.

Y no puedo evitar pensar que lo que apuntaba respecto a las consolas actuales es una concesión más a la fusión de conceptos, un sacrificio en detrimento de la belleza gráfica, de la búsqueda del realismo en los movimientos. La que era una de las principales ventajas del hardware de las consolas en cuanto a los ordenadores, su utilización casi exclusiva para los juegos, está desapareciendo por los mismos motivos que en sus principales rivales, sin tener a cambio la facilidad de actualización que sí siguen conservando los PC y que antaño equilibraba la batalla entre ambos.



La visualización más clara en este sentido se obtiene echando un vistazo a las arquitecturas de Xbox One y PS4: prácticamente ordenadores personales más optimizados para el juego. Quién sabe. Quizás Wii U sea la última consola en lo que hardware se refiere “auténtica”.

Tal vez el problema no es exclusivo del mundo de los videojuegos. Es posible que sea más bien una cuestión de falta de referentes claros en un mundo globalizado donde el objetivo principal es gustar a todos y llegar al máximo número de personas alcanzables. Algo comprensible, desde una perspectiva mercantilista, pero que resulta muy difícil de casar con el aspecto mágico y único que había caracterizado hasta el momento a las consolas que únicamente servían para jugar.

Es de una lógica aplastante: un objeto que solamente tiene un uso puede parecernos hoy en día obsoleto en un mundo en el que la gente utiliza su teléfono móvil hasta para nivelar cuadros pero, en aquel entonces, las consolas eran las propietarias absolutas de la diversión virtual de la casa.

La pregunta que me formulo es cómo recuerdo a la NES, la Mega Drive, la Sega Saturn y la PS1. La respuesta es contundente como un bate con clavos: jugando a ellas. Sin embargo, si pienso en PS2 el visionado de películas ya se cuela entre mis memorias y en el caso de PS3 debo añadir fotos con presentación mientras escucho música de fondo, vídeos a la carta, alquiler de películas, etc.

Supongo que hoy es imposible concebir una máquina que esté exclusivamente pensada para eso, para jugar. Imagino a los gurús de las compañías apretando las palmas de sus manos contra su cuero cabelludo, al contemplar el boceto de un ingeniero romántico y algo perdido que representa un aparato que no se ciñe a los patrones de diseño más vanguardistas; que no tiene otras utilidades más allá de introducirle un juego y ponerse a jugar de inmediato; que su arquitectura interna no tiene otro objetivo que mover el mayor número de polígonos posible, con el mejor sonido y a la máxima resolución.


La felicidad, la diversión, la sensación de evasión que permite jugar a un videojuego es sencilla de enunciar, pero difícil de conseguir. Probablemente responde a que la magia ya perdida reside en el silogismo de que aquello que miramos y no podemos ver es lo simple. O quizás no es así. Quizás la cuestión reside en que no es la tecnología la que ha perdido la capacidad de conseguir las cosas de un modo simple, sino que somos los hombres quienes la hemos extraviado y ahora necesitamos mucho más para conseguir lo que antes no necesitaba de tanto.