martes, 24 de octubre de 2017

¿INDEPENDENTISTAS DE IZQUIERDAS?

Los anhelos de independencia de cualquier persona manifestados desde el respeto, la tolerancia y en el marco de una sociedad democrática, son tan legítimos como otros cualquiera. Sé que es una obviedad, aunque era necesario decirla.

Pero, en mi opinión, existe una incoherencia entre un discurso independentista y las demandas de las formaciones que dicen situarse en el lado izquierdo del tablero político. Porque hay elementos de uno y otro concepto que se repelen mutuamente.

Comprendo que un partido conservador como el PDECat acoja sin problemas argumentaciones de carácter soberanista. Dentro de su concepción elitista de la sociedad, no hay problema alguno en traspasar esa visión a un escenario en el que los catalanes merecen separarse del resto de España, porque son “mejores” (la España “subsidiada” vs la Cataluña “productiva” según sus propias palabras).

Incluso la idea de que hay dos tipos de catalanes, los que son “auténticos” (independentistas o soberanistas) y los que no lo son (el resto), encaja como un guante en esa dialéctica. Como resume el famoso tuit de, en aquel entonces CIU, animando “a los de casa” a ir juntos (10 de enero de 2015).



Todo ello es lógico en una formación de estas características que también extrapola estos pensamientos al área económica y social.

Pero resulta incomprensible que formaciones políticas que dicen ser de izquierdas, sean capaces de enarbolar un discurso que ampare reivindicaciones independentistas. Por varios motivos, además.

El primero de ellos es que la defensa de los derechos que pretenden como partidos de izquierdas no es una defensa únicamente válida para un territorio en concreto, sino que esos valores y derechos tienen un carácter universal. Porque las reivindicaciones laborales, sociales, sanitarias o educativas no entienden de países o fronteras, sino únicamente de personas.

Es decir, que para la izquierda la “patria”, “nación”, “país” o “Estado”, no son necesariamente fronteras terrestres, marítimas o aéreas. No son trapos de colores o grandes empresas y negocios. Son los menores, los trabajadores y empresarios sin recursos suficientes, los soldados y personas sin empleo, las personas dependientes. Y sus derechos y reivindicaciones son las de todos nosotros. Porque la pretensión que persigue de una mayor justicia social e igualdad es universal.



El segundo motivo es que en toda ideología que consista en glorificar unas características propias diferenciadoras de una determinada región por encima del resto, subyace el estrato de un discurso elitista (como el del PDECat). Y lo cierto es que, de momento, aunque Cataluña sigue formando parte de España, en el mensaje soberanista muchas veces se contraponen las bondades de los catalanes respecto a las de “los demás”. Incluso en el ámbito de la corrupción se ha utilizado este recurso por parte de la izquierda independentista catalana, puesto que aceptan gobernar con un partido que ha tenido que cambiar su nombre por sus problemas de corrupción (¿los corruptos catalanes son menos corruptos?).

Un discurso que va absolutamente en contra de otras reivindicaciones clásicas de la izquierda, empezando por el concepto de solidaridad entre regiones, el cual desvirtúan cada vez que justifican la separación del resto del país por motivos económicos. Igualmente sucede con la igualdad de oportunidades, por pensar que los catalanes merecen un destino mejor que el resto de ciudadanos que han tenido una historia común con ellos.

Y ahí están ERC, la CUP y otras formaciones menos numerosas, tratando de justificar lo imposible. Exponiendo su propuesta independentista y disfrazándola con la dicotomía de una pobre Cataluña supuestamente aplastada por una España abusona, llevando el maniqueísmo a extremos increíbles. Ya ni siquiera se esfuerzan en aparentar una dialéctica de izquierda/derecha, pues hace tiempo que el eje es España/Cataluña y lo saben perfectamente.

Y todo a los pies de un PDECat líder del proceso. Amparándolo, permitiendo la subsistencia de un político como Mas hasta hace poco o ahora Puigdemont, cuyo partido ha recortado derechos sociales y sanitarios en Cataluña ante las narices sin olfato de los soberanistas supuestamente progresistas.



Anteponiendo, en definitiva, la necesidad de separarse del resto con el sofisma de que “solos nos irá mejor que con estos”. Sucede que muchos de “estos” son también catalanes o españoles que desean que a Cataluña le vaya mejor sin necesidad de rupturas y, entre ellos, muchos también de izquierdas. 


Pero eso les trae sin cuidado.

lunes, 16 de octubre de 2017

MI PATRIA: MIS DERECHOS Y LIBERTADES

Resulta imposible abstraerse estas últimas semanas del debate identitario o patriótico que se ha instalado en todos los foros virtuales y medios de comunicación. Hemos percibido su huella en el deporte, las tertulias de ocio, las conversaciones de barra o los asuntos familiares incluso.

Los efectos colaterales del procès en Cataluña se expanden a una velocidad pasmosa y no son pocos quienes, al sentir esa flamígera llamada en sus corazones, se aprestan a manifestar cuán españoles o catalanes, o vascos, o calagurritanos se sienten. 

Las banderas ondean en balcones y las fotos de perfiles en las redes sociales, mientras comercios asiáticos y vendedores ambulantes hacen su particular agosto, encantados con el fervor nacionalista imperante.

Sucede, sin embargo, que existe una parte de la sociedad en la que me incluyo, a la que aquello de saltar coreando "Yo soy español, español" o derramar una lágrima mientras suenan los primeros versos de "La Balanguera", no nos llama particularmente. No sentimos que definirnos como "españoles", "mallorquines" o cualquiera que sea la región en la que vive el lector sea algo que responda satisfactoriamente a nuestra perspectiva sobre estas cuestiones.

En algunos casos, porque consideramos el mundo en que vivimos como un todo en el que las diferentes culturas son un elemento de diversidad que nos enriquece al intercambiarlas, no un objeto arrojadizo con el que batallar para decidir cuál es superior. También porque los derechos y libertades en los que creo representan valores universales. Y no son patrimonio exclusivo de un determinado Estado, nación o expresión cultural. Aun así, respeto las sensibilidades diferentes a la mía, siempre que no sean excluyentes o impositivas.

Existen también otras razones por las que más personas sentirán esa desubicación respecto  al concepto de nación, patria o país  y todas ellas tan legítimas como las que he enumerado: desapego social, falta de referentes, desarraigo, etc.




Ocurre, no obstante, que todas las personas que habitamos el planeta debemos pertenecer de un modo u otro a una organización política y administrativa que varía en su nomenclatura y sus características según la latitud geográfica, pero que finalmente mantiene un nexo, querido o no, entre sus integrantes. Un Estado, un país, una república, una monarquía...

Ese ente político-administrativo incluye a los que se muestran orgullosos de pertenecer a él, a los que desean formar el suyo propio partiendo de un fragmento del mismo, a los que son capaces de compaginar la querencia al todo y a la parte y a los que no nos sentimos cómodos con el concepto de identidad nacional en ninguna de sus variantes, centrífuga o centrípeta, pero que reivindicamos el amparo y la garantía de derechos y libertades básicos.

Pues bien, ante semejante escenario nos encontramos ahora mismo por primera vez desde su promulgación con una propuesta de los principales partidos del hemiciclo para reformar la Constitución de 1978. Una tarea que se antoja titánica ante la diversidad de opciones que se barajan, muchas de ellas contradictorias. Pero también lo fue en aquel entonces y se pergeñó un texto que ha sido el eje vertebrador de los derechos en este país durante 40 años. Y con un apoyo social y político como nunca ha vuelto a tenerlo ningún otro texto legal que se haya consultado directamente a la ciudadanía. 

Ante esta magnífica oportunidad de cambiar las reglas del juego desde la legalidad, me parece particularmente oportuno sugerir o recordar que puede haber una forma, una idea o ideas, que, si bien no contenten a todos los implicados (imposible en cualquier ámbito de la vida), sí resulten suficientes para forjar el habitáculo que nos pueda albergar conjuntamente.

Son muchas las mentes brillantes que las han considerado en los últimos 100 años, pero quiero destacar dos particularmente por su claridad en la forma de exponerlas: Ortega y Gasset y Jürgen Habermas.



El genio madrileño acuñó la expresión "Entusiasmo constructivo" para definir el ánimo que debía anidar en los corazones y cabezas de quienes tenían que afrontar la transformación del país. Estas fueron sus palabras al respecto: "Este debe ser el supuesto común a todos los grupos republicanos, lo que latiese unánimemente, por debajo o por encima de todas nuestras otras discrepancias; que nos envolviese por todos los lados como el aire que respiramos, y como el elemento de todos y propiedad de ninguno. La República tiene que ser para nosotros el nombre de una magnífica, de una difícil tarea, de un espléndido quehacer, de una obra que pocas veces se puede acometer en la Historia y que es a la vez la más divertida y la más gloriosa: hacer una Nación mejor". (El subrayado es mío)

Ortega se refería a que la citada República debía ser la mejor expresión de derechos y libertades que respondieran a las necesidades de todas las partes implicadas, de modo que el motivo de orgullo no fuera una determinada región, o enclave, o elemento cultural, sino la suma de todos esos derechos y libertades, algo con lo que cualquiera pudiera sentirse identificado de una manera grata, sin necesidad de enarbolar identidades con las que fomentar movimientos contradictorios. 

Bastantes años después, Habermas a partir de su obra "Identidades nacionales y postnacionales" (1989) y en otras posteriores, se pronunció en términos semejantes, al promocionar y desarrollar el concepto que el político y periodista alemán Dolf Sternberger había ideado: el "Patriotismo Constitucional". 




Su génesis parte de la voluntad de superar los estigmas que el nazismo había dejado en el sentimiento patriótico de la Alemania de posguerra, dotándolo de un contenido democrático. Pero después evolucionó hacia algo más universal y profundo: habiendo detectado las deficiencias y contradicciones que esconde el concepto de "nación" y con el ánimo de superarlo, surge de la concepción de una sociedad democrática participativa, en la que el establecimiento de derechos, libertades y garantías se erige como la verdadera "patria" a la que defender y con la que identificarse.

Veamos qué dice el filósofo germano en su obra (página 102): "Las tradiciones nacionales siguen acuñando todavía una forma de vida que ocupa un lugar privilegiado, si bien sólo en una jerarquía de formas de vida de diverso radio y alcance. A estas formas de vida corresponden, a su vez, identidades colectivas que se solapan unas con otras, pero que ya no necesitan de un punto central en que hubieran de agavillarse e integrarse formando la identidad nacional. En vez de eso, la idea abstracta de universalización de la democracia y de los derechos humanos constituye la materia dura en que se refractan los rayos de las tradiciones nacionales —del lenguaje, la literatura y la historia— de la propia nación."

Se trata, por tanto, de la reivindicación "patriótica" de esos derechos y libertades que, aun siendo capaces de proteger e integrar las distintas sensibilidades nacionalistas que cohabitan un determinado espacio geográfico y social, se alzan por encima de éstas como el nexo que iguala a todos sus habitantes a pesar de sus diferencias culturales. 


Es una idea que, por su propia naturaleza, no entiende de fronteras o aplicaciones limitadas. Tan válida es para España como para la propia UE, o cualquier otro país o agrupación de Estados. No precisa de un origen histórico o étnico en común o de una afinidad cultural inmensa, sino que son los propios valores constitucionales, de carácter democrático y universal, los que constituyen la razón de pertenecer al Estado o supranacionalidad que los acoge.  

Quizás si somos capaces de superar y  arrinconar las ansias de destrucción mutua que algunos elementos de ambos extremos se profesan, podamos vislumbrar en los próximos años el nacimiento de una nueva carta de derechos y libertades que dé respuesta a las reivindicaciones de muchos ciudadanos que somos capaces de respetarnos y convivir, independientemente del idioma que hablemos y de la cultura que profesemos, defendiendo y comprendiendo el derecho del prójimo a hacerlo. Nunca es tarde para evitar una tragedia y siempre estamos a tiempo para dialogar y tratar de mejorar el mundo en que vivimos.