jueves, 7 de marzo de 2019

EL IGNORANTE MÁS INFORMADO DEL MUNDO

Antes de que otros compañeros del ámbito de la política lean estas líneas y se sientan en desacuerdo con ellas, debo avisar que las escribo a título exclusivamente personal. Es posible que algunos se identifiquen con lo que pretendo explicar y que otros, sencillamente, hayan experimentado todo lo contrario, ya que el desempeño de cualquier cargo conlleva un componente de subjetividad que hace imposible que dos experiencias aparentemente similares se vivan igual. En cualquier caso, ahí va mi opinión sobre una paradoja que me tocó vivir durante mis años como parlamentario. 



Para mí haber sido diputado en el Congreso es, parafraseando a mi admirado Alfredo Pérez Rubalcaba, uno de los mayores honores que he podido tener en mi trayectoria política. Elaborar las leyes que después se aplican a más de 47 millones de personas es una responsabilidad repleta de momentos gratificantes y muy estimulante. También, en ocasiones, esta actividad puede ser estresante y complicada pero los aspectos positivos superan, con creces, los negativos. 


Para facilitar mi trabajo, el Congreso de los Diputados ponía a mi disposición toda una batería de medios que son fundamentales para contrastar información, consultar fuentes diversas, conseguir opiniones doctrinales y jurisprudenciales, etc. Tenía acceso ilimitado a la propia biblioteca del Congreso o podía consultar a los Letrados de las Cortes cuando quisiera. Incluso el propio grupo parlamentario contaba con asesores en variadas materias que me guiaban y ayudaban con tan solo pedirlo. 





Además, tenía a mi disposición casi toda la prensa escrita que se publicaba a diario en nuestro país, acceso a bases de datos jurídicas y, como no, todos los Proyectos de Ley, Proposiciones de Ley, Proposiciones no de Ley, Mociones, Interpelaciones y demás iniciativas que se habían tramitado o debían tramitarse en el futuro. 


A todo eso debo añadir que, durante mis años como diputado (febrero 2009- noviembre 2015), vivía la política a pleno rendimiento. Hablaba de política con mi amigo y compañero de piso constantemente, leía todo lo relacionado con la materia que estuviera a mi alcance, comía y cenaba con otros parlamentarios con charlas monotemáticas y asistía a múltiples reuniones del partido. Los fines de semana con mis familiares y amigos solía repasar los asuntos trascendentales por lo que también hablaba de política. 


Es indiscutible que estaba informado de todo lo que afectaba a mi ámbito y hacía todo lo posible por compartir esa información. Actualizaba constantemente mis perfiles en las redes sociales y publicaba mis intervenciones, artículos y opiniones. Cuando alguien me preguntaba por alguna cuestión trataba de explicarle de manera exhaustiva mi punto de vista y le hacía llegar toda esa documentación a la que aludía para que pudiera comprobar por sí mismo la verdad de lo que yo le decía. 


No fueron pocas las ocasiones en las que pensé que quienes no estaban metidos en política estaban muy mal informados sobre los asuntos de los que opinaban y que era mi deber, casi sagrado, arrojar luz sobre la oscuridad que les envolvía. En cierto modo, así era. Resultaba imposible para esas personas, con otras dedicaciones y menesteres diferentes a los míos, tener tal grado de información actualizada y detallada sobre, por ejemplo, los presupuestos en materia de Educación para el ejercicio 2012. Y es correcto afirmar que mi obligación consistía en facilitar esos datos para que mis interlocutores pudieran tener una opinión más formada. O no. 


Pero ahí fue cuando cierta confusión se adueñó de mí. Que alguien que no está metido hasta el cuello en la política parlamentaria nacional no conozca los pormenores de la Ley de Residuos, no significa que no tenga su propio criterio sobre el sueldo de los parlamentarios, las intervenciones en los debates o las propuestas de los partidos. Porque una cosa es que esté mal informado al respecto (por falta de datos, por ejemplo), lo cual tiene rápida y sencilla solución como ya he dicho y, otra muy diferente, es que conociendo la información opine de manera diferente a ti. 


Y en mi caso particular cometí el error de pensar que mi opinión era más válida tan solo porque yo transpiraba la política por todos mis poros las 24 horas de cada día, encerrado en mi castillo de marfil hiperinformado tal como estaba. No comprendí que esa persona que me decía que detestaba los debates en los que unos y otros nos afeábamos nuestros trapos sucios, hablaba desde una visión muy distinta a la mía. La del que día a día tiene otras preocupaciones diferentes a las que yo tenía aquel entonces y que tan solo quiere ver como quienes han sido elegidos para solventarlas hacen su trabajo y no establecen una contienda que busca la aniquilación intelectual del adversario.


No fue hasta pasados unos meses desde que había dejado la política en primera línea cuando un día me sorprendí compartiendo la misma opinión que mis compañeros de tertulia sobre un asunto de actualidad. Y no es que yo no tuviera acceso a la información sobre esa cuestión. Como ex diputado puedo seguir accediendo a, prácticamente, todos los datos que tenía a mi disposición cuando ostentaba el cargo. 


No. Lo que había cambiado es que mi perspectiva algo más lejana me hizo ver ciertos aspectos que anteriormente mi aislamiento me había impedido. El archiconocido proverbio de que los árboles no me permitían ver el bosque me vino a la cabeza como un rayo y entonces comprendí que, durante esos años, había estado muy bien informado sobre todos los detalles particulares, pero que mi falta de contacto con la realidad de la inmensa mayoría de la población impidió que viera el conjunto de la situación. Que la opinión pública tiene sus propias razones  y que se pueden compartir o no, pero que para conocerlas hay que estar en la situación desde las que se generan. 


La gran paradoja de mi trayectoria política en el Congreso de los Diputados es que, durante mucho tiempo, fui una de las personas mejor informadas sobre la materia. Pero a la vez fui un ignorante de los verdaderos motivos y razones que mueven la opinión de quienes eran destinatarios de esa política. Mi exceso de celo en mi cometido me hizo olvidar que de nada sirve conocer todos los detalles del edificio sobre un plano si luego cuando visitas el edificio lo haces con el propio plano tapándote la visión. 


Quizás mi experiencia personal tan solo es aplicable a mí y mis compañeros sí estaban mucho mejor conectados con su entorno no político. O quizás también padecieron la paradoja que cito. Quizás alguno de ellos siga en activo y estas líneas le resulten útiles para no tropezar con las piedras que otros no vimos. O quizás sirvan a nuevos parlamentarios para poder apartarlas definitivamente del camino.    

lunes, 11 de febrero de 2019

EL PEÓN QUE SE CONVIRTIÓ EN DAMA

Tal día como hoy, hace ahora cuatro años, la Comisión de Educación y Deporte del Congreso de los Diputados aprobó una Proposición no de Ley (PNL) por la que, básicamente, se instaba al Gobierno a fomentar la introducción del ajedrez como herramienta pedagógica en el sistema educativo español. También a su difusión y promoción en espacios públicos. 

Al haber transcurrido desde entonces la duración de una legislatura convencional, considero que es un buen momento para reflexionar sobre los objetivos conseguidos por la iniciativa, así como también mencionar aquellos que todavía no se han alcanzado. 

En el momento en que se debatió la propuesta, febrero de 2015, existía una Declaración del Parlamento Europeo del 11 de marzo de 2012 por la que se instaba a la implantación del programa "Ajedrez en la Escuela", entre otras cuestiones, que sirvió como base sobre la que confeccionar la PNL. Gracias a la imprescindible colaboración del periodista y Maestro Internacional Leontxo García y del Maestro FIDE Joan Ramón Galiana, coautores junto con quien suscribe, el texto quedó listo para ser registrado y, finalmente, se aprobó por unanimidad de todos los partidos políticos. 


Leontxo García, Pablo Martín y el Portavoz de Educación del GPS, Mario Bedera


Hasta entonces tan solo dos comunidades autónomas, Cataluña y Cantabria, habían llevado a cabo iniciativas similares dignas de mención. En la actualidad, son ya ocho las que han introducido el ajedrez de una forma u otra, como herramienta pedagógica en sus sistemas educativos. La última en incorporarse ha sido Baleares, el pasado mes de octubre de 2018.

Es preciso recordar que las características del ajedrez que le permiten ser una herramienta completamente transversal en el ámbito educativo y social, son muchas y variadas. Desde su accesibilidad material y económica, hasta sus capacidades para aumentar la comprensión lectora, el cálculo matemático, la capacidad de concentración o combatir el TDAH. 

Pero tampoco hay que olvidar la profunda simbología que puede albergar este juego-ciencia. Siempre me ha gustado resaltar que el ajedrez, como metáfora de la vida y los valores democráticos, permite comenzar como el elemento más humilde del tablero, el peón y que el avance, la estrategia, la determinación, el esfuerzo y, también, algo de suerte pueden conseguir llegar a la meta y convertirnos en el elemento más poderoso, la dama. Incluso como ejemplo de igualdad esta reflexión funciona. 

En cuanto a las asignaturas pendientes, considero que los objetivos que ahora deberían perseguirse son continuar con la implantación del ajedrez como herramienta pedagógica en el resto de comunidades que todavía no lo han hecho (las dos Castillas, País Vasco, Extremadura, Comunidad Valenciana, Asturias, Madrid, Murcia y La Rioja, además de las ciudades de Ceuta y Melilla). 

También debería llevarse a cabo un debate parlamentario, tanto en las Cortes Generales como en las cámaras autonómicas, en el que se tratara el uso del ajedrez como herramienta de integración social y terapéutica, que es la otra gran posibilidad que ofrecen las 64 casillas al margen de los aspectos deportivos. En este sentido, Extremadura está situada a nivel mundial como la máxima autoridad al haberlo introducido en centros penitenciarios, centros de inserción de menores o rehabilitación de drogadictos entre otras muchas posibilidades.

Portada de la revista Ajedrez Social y Terapéutico a raíz de la aprobación en el Congreso de los Diputados de la PNL


Efectivamente y de acuerdo con el proverbio chino que dice que el ajedrez es como la vida, la cual cambia a cada movimiento, son muchas las cosas que todavía pueden conseguirse gracias a un tablero y 32 piezas. Prácticamente en cualquier ámbito, tal y como nos recuerda la Gran Maestra Maria Manakova: "El ajedrez es un duelo mágico como el juego de amor. Se trata de intuición, comunicación sin palabras. Un hombre y una mujer pasan una vida en común jugando una partida.Desde el primer conocimiento hasta el primer contacto, desde la primera coquetería hasta la ilusión, desde el ataque a la conquista hasta alcanzar la rotura de la resistencia." 

De momento, la iniciativa que comenzó siendo tan solo un peón gracias a la ilusión y humildad de un pequeño grupo de personas, ha conseguido convertirse en dama. Ahora tan solo falta que gane la partida. Hay buenas perspectivas. 


jueves, 10 de enero de 2019

¿SE PUEDE CUANTIFICAR EL AMOR?

En la película "Yo, Robot" (2004) protagonizada por Will Smith y basada en la obra de Isaac Asimov, hay una escena en la que una Inteligencia Artificial debe resolver un dilema moral:  tras un accidente ha de escoger entre salvar la vida de un adulto que roza las cuatro décadas de existencia, o la de una niña que apenas tiene 12 años. La decisión, para la máquina, es muy sencilla: ella solamente tiene un 11% de probabilidades de sobrevivir por las heridas que padece; él un 45%. El robot escoge salvar la vida de Smith. 



En la actualidad, existen muchísimos ejemplos similares tanto cinematográficos como basados en experiencias reales, en los que se plantean algunas de las principales cuestiones que rodean el debate sobre la IA y las nuevas tecnologías: ¿cómo podemos dotarlas de ética para que adopten sus decisiones basándose no solamente en algoritmos, sino también en la inteligencia emocional? 

La respuesta es, evidentemente, muy complicada. No solamente porque no existe una sola definición sobre lo que puede considerarse "ético" y lo que no. También comporta desentrañar  qué debemos codificar como "inteligencia emocional", ya que las teorías de Howard Gardner sobre las múltiples inteligencias por muy atractivas e interesantes que nos resulten, no han sido todavía demostradas científicamente. 

Pero, independientemente de estos dilemas, de lo que no cabe duda es que ha de existir un marco legal que regule los conflictos que se puedan generar por las aplicaciones tecnológicas que toman decisiones autónomas de este calado. Y para que exista ese marco legal, antes tenemos que dotarlo de un contenido ético y filosófico, como sucede con muchas de las leyes que se promulgan. 

Hoy en día, sabemos que los algoritmos toman decisiones por nosotros en la mayor parte de los programas que utilizamos de manera cotidiana. Tanto en las búsquedas que realizamos para planear un viaje, como en la publicidad comercial que nos aparece en los espacios virtuales. En muchas ocasiones, esos algoritmos al estar creados por humanos cometen los mismos errores que sus autores: sesgos racistas, de género, culturales, etc.

Este tipo de problemas solamente tendrán solución si una legislación basada en los principios democráticos y derechos universales marcan la senda por la que deben transitar las aplicaciones que se divulguen en adelante. Si los programadores deben atenerse a estos valores porque una ley los ha establecido como obligatoriamente aplicables, su propia ideología o creencias incidirán en menor medida en los cálculos del algoritmo. 



Si hasta ahora estos sesgos digitales se han producido, principalmente, en el ámbito comercial imaginemos los estragos que podría causar en otros aspectos cruciales de nuestras vidas. Como en el amor. 

Ahora mismo nos parece muy lejana la posibilidad de que las aplicaciones informáticas puedan decidir y escoger por nosotros a quién amamos y a quién no. Pensamos que los asuntos del corazón siguen perteneciendo a la esfera de lo estrictamente humano y que las máquinas, carentes de todo tipo de sensores o chips que sean capaces de captar un sentimiento tan especial, están en un mundo aparte. 

Sin embargo, la ciencia ha comprobado ya que hay determinados parámetros relacionados con el mundo de lo sentimental que sí pueden medirse: la cantidad de oxitocina y vasopresina que segregamos en nuestras relaciones amorosas, por ejemplo. Es decir, el modo en que hormonamos hombres y mujeres ante alguien que nos gusta. 

Imaginemos una aplicación capaz de medir el nivel de esas hormonas junto con otros factores como la afinidad cultural, la simetría en gustos cotidianos, la edad, la salud, etc. Al igual que en el capítulo de la serie de Netflix Black Mirror: "Hang the DJ.", donde una aplicación de citas hace un cálculo sobre la semejanza entre parejas potenciales para determinar sus posibilidades de éxito. 



¿Realmente en el supuesto de que existiera algún día un programa semejante estaríamos dispuestos a permitir que una decisión tan importante estuviera en manos de algoritmos sin control legal o ético alguno? ¿Cómo condicionaría previamente nuestra decisión final, el que una aplicación estableciera de antemano si esa persona que tanto nos gusta (sin que podamos explicarnos por qué) y creemos el amor de nuestra vida no es compatible con nosotros?

No podemos todavía cuantificar el amor hacia nuestros semejantes, afortunadamente, y quizás nunca podamos hacerlo. Cuando le decimos a alguien "Te quiero mucho" solamente sirve para que la otra persona se haga una idea aproximada, pero resulta imposible medir ese amor en términos cuantitativos. Quizás la pregunta que debamos hacernos también es, si pudiéramos: ¿querríamos hacerlo? ¿estaríamos preparados para posibles comparaciones entre amantes, padres, hijos o hermanos? 

Desde el ámbito de la reflexión filosófica sobre este asunto, aunque Platón en "El banquete" nos habla de los diversos tipos de amor que existen y que Confucio nos recuerda que por muy lejos que el espíritu vaya, nunca irá más lejos que el corazón, este texto debe acabar del mismo modo que ha comenzado: con una referencia cinematográfica. 


La escena de "Interstellar" entre la Dra. Brand (Anne Hathaway) y Cooper (Matthew McConnaughey) en la que hablan sobre las capacidades del amor por encima de consideraciones científicas, que se sintetiza con la siguiente frase: "El amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y del espacio”.