sábado, 4 de abril de 2020

¿UN NUEVO CONTRATO SOCIAL DIGITAL?

El pasado 22 de marzo de 2020, el diario El País publicó un artículo del filósofo surcoreano Byung-Chul Han titulado "La emergencia viral y el mundo del mañana", en el que este planteaba el fracaso del modelo europeo para afrontar la presente crisis en comparación con el asiático. El texto es muy interesante y recomiendo su lectura íntegra, pero es preciso destacar el siguiente extracto para el desarrollo de esta entrada:

"En comparación con Europa, ¿qué ventajas ofrece el sistema de Asia que resulten eficientes para combatir la pandemia? Estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur tienen una mentalidad autoritaria, que les viene de su tradición cultural (confucianismo). Las personas son menos renuentes y más obedientes que en Europa. También confían más en el Estado. Y no solo en China, sino también en Corea o en Japón la vida cotidiana está organizada mucho más estrictamente que en Europa. Sobre todo, para enfrentarse al virus los asiáticos apuestan fuertemente por la vigilancia digital. Sospechan que en el big data podría encerrarse un potencial enorme para defenderse de la pandemia. Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macrodatos. Un cambio de paradigma del que Europa todavía no se ha enterado. Los apologetas de la vigilancia digital proclamarían que el big data salva vidas humanas." (la cursiva, negrita y subrayados son míos).



El debate que algunos han planteado en el presente escenario de pandemia es hasta qué punto la normativa europea en materia de protección de datos de carácter personal no resulta contraproducente en momentos en los que, aparentemente, una disminución de las restricciones impuestas por el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) y las leyes estatales ayudaría a controlar el virus. 

De acuerdo con ciertas argumentaciones, estaríamos ante lo que se puede denominar un nuevo contrato social digital en el cual los ciudadanos, en pos del bien común, renuncian a determinados derechos (en este caso, el derecho a la intimidad personal y los datos asociados a esta) con el objeto de que el Estado y/o grandes corporaciones privadas manejen esa información para garantizar otros derechos: sanitarios, sociales, educativos, etc. 

La idea del contrato social lleva formulándose en la filosofía y sociología desde hace milenios con similares denominaciones. Desde Platón y Epicuro, hasta las teorías que más han trascendido académicamente en los últimos siglos: las de Thomas Hobbes, John Locke, Jean-Jaques Rousseau y John Rawls

De acuerdo con Hobbes en su "Leviatán", ese contrato social se establecería entre los súbditos de un monarca quienes renunciarían a derechos individuales a cambio de la protección que otorga este. En cuanto a Locke, en la obra "Dos ensayos sobre un gobierno civil" este pacto social se rubrica entre los propios ciudadanos para dotarse de una justicia y/o autoridad que dirima los conflictos surgidos del "estado de naturaleza" de las cosas. Rousseau afirma por su parte en su archiconocido "El contrato social", que las personas renunciamos voluntariamente a nuestro estado natural (es decir, a nuestras libertades) a cambio de someternos a las reglas de toda sociedad. Por último, el "velo de ignorancia" de Rawls descrito en su imprescindible "Teoría de la Justicia" propone también un acuerdo global de todos los ciudadanos partiendo de una situación imparcial, en la que todos elegirían garantizar determinados derechos y bienes comunes para así asegurarlos en lo individual también. *

(* La simplificación de estas teorías únicamente tiene como objeto dotar  a este escrito de mayor agilidad; recomiendo acudir a las fuentes originales para su conocimiento más preciso).



(imagen de Víctor Rivero en Flickr con licencia CC.2.0)


¿Estamos dispuestos los ciudadanos a renunciar a todos o parte de nuestros derechos en materia de protección de datos de carácter personal en beneficio de una mayor seguridad? Esta pregunta, evidentemente, ha de ser respondida de manera individual y con toda la información disponible para poder tener un criterio fundado. Supone, además, una disyuntiva maniquea que obvia la posibilidad de que esos datos también se cedan de manera anonimizada ( recabar datos mediante técnica que no permita identificar a su titular, es decir, que este siga siendo "anónimo") y puedan seguir siendo útiles para el propósito deseado. 

No obstante, mi respuesta ante la pregunta formulada no admite titubeos por mi parte: NO. 

Es necesario hacer hincapié en que los datos de carácter personal que se están obteniendo ahora mismo en países como China, ejemplo del cambio de paradigma que se debate, van desde información biométrica hasta otros relacionados con la salud, los gustos particulares, costumbres, comportamiento social, geolocalización y casi todo cuanto se pueda imaginar que sea cuantificable tecnológicamente. Esa descomunal cantidad de información, posteriormente, es tratada por algoritmos de inteligencia artificial que motivan las decisiones que el gobierno asiático puede adoptar tanto individualizadas como de forma colectiva al respecto. 

Como ya se ha acreditado en numerosas ocasiones, muchos algoritmos que tratan esos datos contienen un sesgo proveniente, tanto si es voluntario como involuntario, de los propios programadores o de las directrices que les hayan dado para su programación. Ya solamente desde las garantías establecidas en nuestra Constitución para la protección de nuestra intimidad personal (artículo 18.1), así como por aplicación de los principios de igualdad y no discriminación (artículo 14) sería completamente inviable un sistema de estas características en nuestro país y, por extensión, el resto de la UE. 

No obstante y aunque el ejemplo de China tiene también parte de su explicación en la existencia de un régimen totalitario al que no se le pueden oponer principios democráticos, hay otros Estados asiáticos con un sistema de derechos y libertades consolidado como Japón o Corea del Sur que, si bien no tienen implantado un modelo de "ultravigilancia" y control como el del país mandarín, tienen una mayor predisposición a la cesión de esos datos personales a cambio de supuestos beneficios generales. Es lo que en el artículo mencionado anteriormente Byung-Chul Han justifica bajo el prisma de la "mentalidad autoritaria, que les viene de su tradición cultural (confucianismo)" (ver extracto al inicio de este texto). Por tanto, el debate no es una simplificación "democracias vs estados totalitarios" sino que también puede darse entre las alternativas de Estados de Derecho democráticos.


(imagen obra del artista Steve Cutts)

Se ha señalado la posibilidad de que los algoritmos que operan con datos de carácter personal sean considerados como Reglamentos o normas, cuyo código esté plenamente sujetó a un control legislativo y democrático y que para su uso se cumplan siete principios elementales establecidos por la ACM (Association for Computering Machine, USA): concienciación, impugnación y compensación, responsabilidad, transparencia, procedencia de los datos, auditabilidad y valoración y prueba.  

Por tanto, podemos imaginar la posibilidad de que existan algoritmos asépticos que permitan el tratamiento de los datos sin sesgos de ningún tipo y que, aparentemente, sirvan para su propósito. De esta manera se estaría evitando uno de los principales inconvenientes en la utilización de información masiva a través de programas informáticos. Pero aun así que datos de carácter personal relativos a nuestra salud, por poner un ejemplo actual, o similares en importancia (geolocalización, ideología, creencias, etc) se cedan a cambio de una mayor seguridad global hacen bueno, en mi opinión, el aforismo de Benjamin Franklin“Aquellos que renuncian a una libertad esencial para comprar un poco de seguridad no merecen ni la una ni la otra” . 

¿Por qué? Porque mi concepción de la libertad no solamente incluye la visión sartriana que la define como mi capacidad de obrar dentro de una esfera personal como desee, siempre y cuando no atente contra la libertad de los demás. Contiene también el derecho a equivocarme en mis elecciones, a cambiar de opinión sin restricción alguna, a poder tomar decisiones sin que me condicione pensar que estas después vayan a ser analizadas, cuantificadas y puestas al servicio de un bien común con el que quizás no me identifico en absoluto. A poder ir donde quiera sin pensar que esa información está siendo manejada y utilizada por otras personas.

Por eso considero que un nuevo contrato social digital de esas características no puede conllevar la pérdida de derechos y principios elementales de nuestra sociedad democrática. Que la lucha contra amenazas globales como el coronavirus y otras similares se ha de librar sin renunciar a la esencia de lo que somos, a nuestros principios y libertades. Que la tecnología no es buena o mala per se, sino que depende del uso y finalidad que queramos darle y que existe el conocimiento necesario (datos anonimizados, simulaciones) para poder utilizarla para el bien de todos sin necesidad del debate a todo o nada que conlleva "menos libertad para más seguridad".

jueves, 7 de marzo de 2019

EL IGNORANTE MÁS INFORMADO DEL MUNDO

Antes de que otros compañeros del ámbito de la política lean estas líneas y se sientan en desacuerdo con ellas, debo avisar que las escribo a título exclusivamente personal. Es posible que algunos se identifiquen con lo que pretendo explicar y que otros, sencillamente, hayan experimentado todo lo contrario, ya que el desempeño de cualquier cargo conlleva un componente de subjetividad que hace imposible que dos experiencias aparentemente similares se vivan igual. En cualquier caso, ahí va mi opinión sobre una paradoja que me tocó vivir durante mis años como parlamentario. 



Para mí haber sido diputado en el Congreso es, parafraseando a mi admirado Alfredo Pérez Rubalcaba, uno de los mayores honores que he podido tener en mi trayectoria política. Elaborar las leyes que después se aplican a más de 47 millones de personas es una responsabilidad repleta de momentos gratificantes y muy estimulante. También, en ocasiones, esta actividad puede ser estresante y complicada pero los aspectos positivos superan, con creces, los negativos. 


Para facilitar mi trabajo, el Congreso de los Diputados ponía a mi disposición toda una batería de medios que son fundamentales para contrastar información, consultar fuentes diversas, conseguir opiniones doctrinales y jurisprudenciales, etc. Tenía acceso ilimitado a la propia biblioteca del Congreso o podía consultar a los Letrados de las Cortes cuando quisiera. Incluso el propio grupo parlamentario contaba con asesores en variadas materias que me guiaban y ayudaban con tan solo pedirlo. 





Además, tenía a mi disposición casi toda la prensa escrita que se publicaba a diario en nuestro país, acceso a bases de datos jurídicas y, como no, todos los Proyectos de Ley, Proposiciones de Ley, Proposiciones no de Ley, Mociones, Interpelaciones y demás iniciativas que se habían tramitado o debían tramitarse en el futuro. 


A todo eso debo añadir que, durante mis años como diputado (febrero 2009- noviembre 2015), vivía la política a pleno rendimiento. Hablaba de política con mi amigo y compañero de piso constantemente, leía todo lo relacionado con la materia que estuviera a mi alcance, comía y cenaba con otros parlamentarios con charlas monotemáticas y asistía a múltiples reuniones del partido. Los fines de semana con mis familiares y amigos solía repasar los asuntos trascendentales por lo que también hablaba de política. 


Es indiscutible que estaba informado de todo lo que afectaba a mi ámbito y hacía todo lo posible por compartir esa información. Actualizaba constantemente mis perfiles en las redes sociales y publicaba mis intervenciones, artículos y opiniones. Cuando alguien me preguntaba por alguna cuestión trataba de explicarle de manera exhaustiva mi punto de vista y le hacía llegar toda esa documentación a la que aludía para que pudiera comprobar por sí mismo la verdad de lo que yo le decía. 


No fueron pocas las ocasiones en las que pensé que quienes no estaban metidos en política estaban muy mal informados sobre los asuntos de los que opinaban y que era mi deber, casi sagrado, arrojar luz sobre la oscuridad que les envolvía. En cierto modo, así era. Resultaba imposible para esas personas, con otras dedicaciones y menesteres diferentes a los míos, tener tal grado de información actualizada y detallada sobre, por ejemplo, los presupuestos en materia de Educación para el ejercicio 2012. Y es correcto afirmar que mi obligación consistía en facilitar esos datos para que mis interlocutores pudieran tener una opinión más formada. O no. 


Pero ahí fue cuando cierta confusión se adueñó de mí. Que alguien que no está metido hasta el cuello en la política parlamentaria nacional no conozca los pormenores de la Ley de Residuos, no significa que no tenga su propio criterio sobre el sueldo de los parlamentarios, las intervenciones en los debates o las propuestas de los partidos. Porque una cosa es que esté mal informado al respecto (por falta de datos, por ejemplo), lo cual tiene rápida y sencilla solución como ya he dicho y, otra muy diferente, es que conociendo la información opine de manera diferente a ti. 


Y en mi caso particular cometí el error de pensar que mi opinión era más válida tan solo porque yo transpiraba la política por todos mis poros las 24 horas de cada día, encerrado en mi castillo de marfil hiperinformado tal como estaba. No comprendí que esa persona que me decía que detestaba los debates en los que unos y otros nos afeábamos nuestros trapos sucios, hablaba desde una visión muy distinta a la mía. La del que día a día tiene otras preocupaciones diferentes a las que yo tenía aquel entonces y que tan solo quiere ver como quienes han sido elegidos para solventarlas hacen su trabajo y no establecen una contienda que busca la aniquilación intelectual del adversario.


No fue hasta pasados unos meses desde que había dejado la política en primera línea cuando un día me sorprendí compartiendo la misma opinión que mis compañeros de tertulia sobre un asunto de actualidad. Y no es que yo no tuviera acceso a la información sobre esa cuestión. Como ex diputado puedo seguir accediendo a, prácticamente, todos los datos que tenía a mi disposición cuando ostentaba el cargo. 


No. Lo que había cambiado es que mi perspectiva algo más lejana me hizo ver ciertos aspectos que anteriormente mi aislamiento me había impedido. El archiconocido proverbio de que los árboles no me permitían ver el bosque me vino a la cabeza como un rayo y entonces comprendí que, durante esos años, había estado muy bien informado sobre todos los detalles particulares, pero que mi falta de contacto con la realidad de la inmensa mayoría de la población impidió que viera el conjunto de la situación. Que la opinión pública tiene sus propias razones  y que se pueden compartir o no, pero que para conocerlas hay que estar en la situación desde las que se generan. 


La gran paradoja de mi trayectoria política en el Congreso de los Diputados es que, durante mucho tiempo, fui una de las personas mejor informadas sobre la materia. Pero a la vez fui un ignorante de los verdaderos motivos y razones que mueven la opinión de quienes eran destinatarios de esa política. Mi exceso de celo en mi cometido me hizo olvidar que de nada sirve conocer todos los detalles del edificio sobre un plano si luego cuando visitas el edificio lo haces con el propio plano tapándote la visión. 


Quizás mi experiencia personal tan solo es aplicable a mí y mis compañeros sí estaban mucho mejor conectados con su entorno no político. O quizás también padecieron la paradoja que cito. Quizás alguno de ellos siga en activo y estas líneas le resulten útiles para no tropezar con las piedras que otros no vimos. O quizás sirvan a nuevos parlamentarios para poder apartarlas definitivamente del camino.    

lunes, 11 de febrero de 2019

EL PEÓN QUE SE CONVIRTIÓ EN DAMA

Tal día como hoy, hace ahora cuatro años, la Comisión de Educación y Deporte del Congreso de los Diputados aprobó una Proposición no de Ley (PNL) por la que, básicamente, se instaba al Gobierno a fomentar la introducción del ajedrez como herramienta pedagógica en el sistema educativo español. También a su difusión y promoción en espacios públicos. 

Al haber transcurrido desde entonces la duración de una legislatura convencional, considero que es un buen momento para reflexionar sobre los objetivos conseguidos por la iniciativa, así como también mencionar aquellos que todavía no se han alcanzado. 

En el momento en que se debatió la propuesta, febrero de 2015, existía una Declaración del Parlamento Europeo del 11 de marzo de 2012 por la que se instaba a la implantación del programa "Ajedrez en la Escuela", entre otras cuestiones, que sirvió como base sobre la que confeccionar la PNL. Gracias a la imprescindible colaboración del periodista y Maestro Internacional Leontxo García y del Maestro FIDE Joan Ramón Galiana, coautores junto con quien suscribe, el texto quedó listo para ser registrado y, finalmente, se aprobó por unanimidad de todos los partidos políticos. 


Leontxo García, Pablo Martín y el Portavoz de Educación del GPS, Mario Bedera


Hasta entonces tan solo dos comunidades autónomas, Cataluña y Cantabria, habían llevado a cabo iniciativas similares dignas de mención. En la actualidad, son ya ocho las que han introducido el ajedrez de una forma u otra, como herramienta pedagógica en sus sistemas educativos. La última en incorporarse ha sido Baleares, el pasado mes de octubre de 2018.

Es preciso recordar que las características del ajedrez que le permiten ser una herramienta completamente transversal en el ámbito educativo y social, son muchas y variadas. Desde su accesibilidad material y económica, hasta sus capacidades para aumentar la comprensión lectora, el cálculo matemático, la capacidad de concentración o combatir el TDAH. 

Pero tampoco hay que olvidar la profunda simbología que puede albergar este juego-ciencia. Siempre me ha gustado resaltar que el ajedrez, como metáfora de la vida y los valores democráticos, permite comenzar como el elemento más humilde del tablero, el peón y que el avance, la estrategia, la determinación, el esfuerzo y, también, algo de suerte pueden conseguir llegar a la meta y convertirnos en el elemento más poderoso, la dama. Incluso como ejemplo de igualdad esta reflexión funciona. 

En cuanto a las asignaturas pendientes, considero que los objetivos que ahora deberían perseguirse son continuar con la implantación del ajedrez como herramienta pedagógica en el resto de comunidades que todavía no lo han hecho (las dos Castillas, País Vasco, Extremadura, Comunidad Valenciana, Asturias, Madrid, Murcia y La Rioja, además de las ciudades de Ceuta y Melilla). 

También debería llevarse a cabo un debate parlamentario, tanto en las Cortes Generales como en las cámaras autonómicas, en el que se tratara el uso del ajedrez como herramienta de integración social y terapéutica, que es la otra gran posibilidad que ofrecen las 64 casillas al margen de los aspectos deportivos. En este sentido, Extremadura está situada a nivel mundial como la máxima autoridad al haberlo introducido en centros penitenciarios, centros de inserción de menores o rehabilitación de drogadictos entre otras muchas posibilidades.

Portada de la revista Ajedrez Social y Terapéutico a raíz de la aprobación en el Congreso de los Diputados de la PNL


Efectivamente y de acuerdo con el proverbio chino que dice que el ajedrez es como la vida, la cual cambia a cada movimiento, son muchas las cosas que todavía pueden conseguirse gracias a un tablero y 32 piezas. Prácticamente en cualquier ámbito, tal y como nos recuerda la Gran Maestra Maria Manakova: "El ajedrez es un duelo mágico como el juego de amor. Se trata de intuición, comunicación sin palabras. Un hombre y una mujer pasan una vida en común jugando una partida.Desde el primer conocimiento hasta el primer contacto, desde la primera coquetería hasta la ilusión, desde el ataque a la conquista hasta alcanzar la rotura de la resistencia." 

De momento, la iniciativa que comenzó siendo tan solo un peón gracias a la ilusión y humildad de un pequeño grupo de personas, ha conseguido convertirse en dama. Ahora tan solo falta que gane la partida. Hay buenas perspectivas. 


jueves, 10 de enero de 2019

¿SE PUEDE CUANTIFICAR EL AMOR?

En la película "Yo, Robot" (2004) protagonizada por Will Smith y basada en la obra de Isaac Asimov, hay una escena en la que una Inteligencia Artificial debe resolver un dilema moral:  tras un accidente ha de escoger entre salvar la vida de un adulto que roza las cuatro décadas de existencia, o la de una niña que apenas tiene 12 años. La decisión, para la máquina, es muy sencilla: ella solamente tiene un 11% de probabilidades de sobrevivir por las heridas que padece; él un 45%. El robot escoge salvar la vida de Smith. 



En la actualidad, existen muchísimos ejemplos similares tanto cinematográficos como basados en experiencias reales, en los que se plantean algunas de las principales cuestiones que rodean el debate sobre la IA y las nuevas tecnologías: ¿cómo podemos dotarlas de ética para que adopten sus decisiones basándose no solamente en algoritmos, sino también en la inteligencia emocional? 

La respuesta es, evidentemente, muy complicada. No solamente porque no existe una sola definición sobre lo que puede considerarse "ético" y lo que no. También comporta desentrañar  qué debemos codificar como "inteligencia emocional", ya que las teorías de Howard Gardner sobre las múltiples inteligencias por muy atractivas e interesantes que nos resulten, no han sido todavía demostradas científicamente. 

Pero, independientemente de estos dilemas, de lo que no cabe duda es que ha de existir un marco legal que regule los conflictos que se puedan generar por las aplicaciones tecnológicas que toman decisiones autónomas de este calado. Y para que exista ese marco legal, antes tenemos que dotarlo de un contenido ético y filosófico, como sucede con muchas de las leyes que se promulgan. 

Hoy en día, sabemos que los algoritmos toman decisiones por nosotros en la mayor parte de los programas que utilizamos de manera cotidiana. Tanto en las búsquedas que realizamos para planear un viaje, como en la publicidad comercial que nos aparece en los espacios virtuales. En muchas ocasiones, esos algoritmos al estar creados por humanos cometen los mismos errores que sus autores: sesgos racistas, de género, culturales, etc.

Este tipo de problemas solamente tendrán solución si una legislación basada en los principios democráticos y derechos universales marcan la senda por la que deben transitar las aplicaciones que se divulguen en adelante. Si los programadores deben atenerse a estos valores porque una ley los ha establecido como obligatoriamente aplicables, su propia ideología o creencias incidirán en menor medida en los cálculos del algoritmo. 



Si hasta ahora estos sesgos digitales se han producido, principalmente, en el ámbito comercial imaginemos los estragos que podría causar en otros aspectos cruciales de nuestras vidas. Como en el amor. 

Ahora mismo nos parece muy lejana la posibilidad de que las aplicaciones informáticas puedan decidir y escoger por nosotros a quién amamos y a quién no. Pensamos que los asuntos del corazón siguen perteneciendo a la esfera de lo estrictamente humano y que las máquinas, carentes de todo tipo de sensores o chips que sean capaces de captar un sentimiento tan especial, están en un mundo aparte. 

Sin embargo, la ciencia ha comprobado ya que hay determinados parámetros relacionados con el mundo de lo sentimental que sí pueden medirse: la cantidad de oxitocina y vasopresina que segregamos en nuestras relaciones amorosas, por ejemplo. Es decir, el modo en que hormonamos hombres y mujeres ante alguien que nos gusta. 

Imaginemos una aplicación capaz de medir el nivel de esas hormonas junto con otros factores como la afinidad cultural, la simetría en gustos cotidianos, la edad, la salud, etc. Al igual que en el capítulo de la serie de Netflix Black Mirror: "Hang the DJ.", donde una aplicación de citas hace un cálculo sobre la semejanza entre parejas potenciales para determinar sus posibilidades de éxito. 



¿Realmente en el supuesto de que existiera algún día un programa semejante estaríamos dispuestos a permitir que una decisión tan importante estuviera en manos de algoritmos sin control legal o ético alguno? ¿Cómo condicionaría previamente nuestra decisión final, el que una aplicación estableciera de antemano si esa persona que tanto nos gusta (sin que podamos explicarnos por qué) y creemos el amor de nuestra vida no es compatible con nosotros?

No podemos todavía cuantificar el amor hacia nuestros semejantes, afortunadamente, y quizás nunca podamos hacerlo. Cuando le decimos a alguien "Te quiero mucho" solamente sirve para que la otra persona se haga una idea aproximada, pero resulta imposible medir ese amor en términos cuantitativos. Quizás la pregunta que debamos hacernos también es, si pudiéramos: ¿querríamos hacerlo? ¿estaríamos preparados para posibles comparaciones entre amantes, padres, hijos o hermanos? 

Desde el ámbito de la reflexión filosófica sobre este asunto, aunque Platón en "El banquete" nos habla de los diversos tipos de amor que existen y que Confucio nos recuerda que por muy lejos que el espíritu vaya, nunca irá más lejos que el corazón, este texto debe acabar del mismo modo que ha comenzado: con una referencia cinematográfica. 


La escena de "Interstellar" entre la Dra. Brand (Anne Hathaway) y Cooper (Matthew McConnaughey) en la que hablan sobre las capacidades del amor por encima de consideraciones científicas, que se sintetiza con la siguiente frase: "El amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y del espacio”.



viernes, 14 de septiembre de 2018

ADIÓS A LAS AULAS

Como si de un serial por entregas se tratara, estos días asistimos al goteo de noticias que varios medios de comunicación publican en relación con la tesis doctoral del Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

No creo que sea necesario a estas alturas recordar que el actual furor revisionista de títulos académicos se inició con el "Caso Cifuentes", cuya tramitación ha deparado después la posible investigación por el Tribunal Supremo de Pablo Casado y la dimisión de la ex ministra de Sanidad, Carmen Montón, ambos por hechos con algunas similitudes y ciertas diferencias.

Que los medios ABC y OKDiario hayan sido ya condenados en anteriores ocasiones por sus prácticas periodísticas, no es motivo suficiente para desechar, a priori, la posibilidad de que se hubiera podido cometer alguna irregularidad en la tramitación del título académico del máximo dirigente del país. 

Sin embargo, a medida que la "información" que estos dos rotativos se iba poniendo en cuestión por otros grupos de telecomunicación, la acusación hacia Sánchez mutaba para finalizar, en el momento en que se escriben estas líneas, en un intento de desprestigio intelectual contra el tribunal que lo había evaluado y el propio contenido de la tesis en sí. 

Recuerda este episodio, aunque de menor importancia, a las guerras mediáticas que originó el juicio del 11-M, cuyo punto álgido fue la batalla librada por el "caso del informe del ácido bórico". Ya en aquel entonces se pudo comprobar que la "información" tiene ideología y que poco importaba presentar especulaciones o valoraciones como hechos contrastados, si servía como combustible con el que seguir manteniendo la maquinaria de combate en marcha. 

El tiempo y los tribunales pusieron las cosas en su sitio en aquel entonces demostrando que no había habido participación alguna de ETA en aquel atentado. Pero, como en cualquier otra guerra, hubo víctimas colaterales que pagaron facturas. 

Una de ellas fue la ya de por sí erosionada credibilidad de los políticos, todavía muy lejos en 2006 del momento que vivimos actualmente. Otra afectada por aquellos manejos fue la Administración de Justicia, cuando se puso en duda la instrucción del sumario a cargo del juez Del Olmo, entre muchas otras cosas. Y, por supuesto, la ética periodística, que dejó momentos tan sonrojantes como las entrevistas del diario El Mundo pagadas al delincuente Emilio Suárez Trashorras para que implicara al Gobierno del PSOE en una supuesta trama de ocultación. 

Ahora, sin embargo, no solamente está en juego hacerse con el control del tablero político, sino que la credibilidad del sistema educativo universitario se está viendo resquebrajada por la deriva que están tomando los acontecimientos. 

Con ello no me refiero a las investigaciones en torno al método de otorgamiento de títulos del Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos, que podrían acreditar la comisión de ilícitos penales en el caso de Cifuentes y Casado. Sino que me preocupan particularmente las opiniones reflejadas en diversos foros sobre la escasa preparación de los miembros del tribunal que aprobó la tesis de Pedro Sánchez, la supuesta ligereza con la que se otorgó la calificación de Cum Laude o la falta de control del contenido original de los trabajos a cargo de los propios centros. 

Naturalmente, se puede valorar cualquier cuestión sometida a la opinión pública e incluso hacerlo con dureza. Forma parte del escenario político al que, como es sabido, se viene a actuar habiendo "llorado en casa". 

Pero cuando se trata de apreciaciones que ponen en entredicho métodos y estructuras del sistema universitario, entiendo que se debe ser cauto, mucho. Sean centro públicos o privados, como en este caso. 

Porque nadie excepto los presentes aquel día puede apreciar cómo defendió su tesis Pedro Sánchez ante el tribunal y se sometió a las cuestiones que le planteaban. Fase esta, la defensa ante el tribunal, que supone un porcentaje muy importante de la calificación que después se concede al deponente. 

Del mismo modo que cuestionar la preparación de los componentes del tribunal supone, a su vez, cuestionar sus titulaciones y, en consecuencia, volver a poner sobre el tapete el método y centros donde estos fueron examinados y obtuvieron sus méritos académicos. 

Por último, la discusión sobre lo que debe ser considerado plagio o no llevada hasta el extremo al que algunas voces la están elevando, conllevaría la revisión de cientos, miles de titulaciones, con los mismos criterios aplicados que a este supuesto. Algo impensable por los impedimentos logísticos y humanos que eso supondría. 

Debe ser la doctrina académica y jurisprudencial la que determine lo que debe ser considerado plagio a diferencia de lo que no con la ayuda de la tecnología existente, pero no desde luego los púlpitos mediáticos y virtuales a los que poco parece importarles el descrédito que se está infligiendo a la universidad española, si con ello se cobran una pieza de caza mayor como el presidente. 

Mientras tanto, no son pocos los estudiantes y titulados que se preguntan si el día de mañana deberán mostrar sus calificaciones universitarias y sus logros en sus currículums o, por el contrario, cuanto más sencillos y escasos estos, mejor. El mundo al revés. 

martes, 24 de octubre de 2017

¿INDEPENDENTISTAS DE IZQUIERDAS?

Los anhelos de independencia de cualquier persona manifestados desde el respeto, la tolerancia y en el marco de una sociedad democrática, son tan legítimos como otros cualquiera. Sé que es una obviedad, aunque era necesario decirla.

Pero, en mi opinión, existe una incoherencia entre un discurso independentista y las demandas de las formaciones que dicen situarse en el lado izquierdo del tablero político. Porque hay elementos de uno y otro concepto que se repelen mutuamente.

Comprendo que un partido conservador como el PDECat acoja sin problemas argumentaciones de carácter soberanista. Dentro de su concepción elitista de la sociedad, no hay problema alguno en traspasar esa visión a un escenario en el que los catalanes merecen separarse del resto de España, porque son “mejores” (la España “subsidiada” vs la Cataluña “productiva” según sus propias palabras).

Incluso la idea de que hay dos tipos de catalanes, los que son “auténticos” (independentistas o soberanistas) y los que no lo son (el resto), encaja como un guante en esa dialéctica. Como resume el famoso tuit de, en aquel entonces CIU, animando “a los de casa” a ir juntos (10 de enero de 2015).



Todo ello es lógico en una formación de estas características que también extrapola estos pensamientos al área económica y social.

Pero resulta incomprensible que formaciones políticas que dicen ser de izquierdas, sean capaces de enarbolar un discurso que ampare reivindicaciones independentistas. Por varios motivos, además.

El primero de ellos es que la defensa de los derechos que pretenden como partidos de izquierdas no es una defensa únicamente válida para un territorio en concreto, sino que esos valores y derechos tienen un carácter universal. Porque las reivindicaciones laborales, sociales, sanitarias o educativas no entienden de países o fronteras, sino únicamente de personas.

Es decir, que para la izquierda la “patria”, “nación”, “país” o “Estado”, no son necesariamente fronteras terrestres, marítimas o aéreas. No son trapos de colores o grandes empresas y negocios. Son los menores, los trabajadores y empresarios sin recursos suficientes, los soldados y personas sin empleo, las personas dependientes. Y sus derechos y reivindicaciones son las de todos nosotros. Porque la pretensión que persigue de una mayor justicia social e igualdad es universal.



El segundo motivo es que en toda ideología que consista en glorificar unas características propias diferenciadoras de una determinada región por encima del resto, subyace el estrato de un discurso elitista (como el del PDECat). Y lo cierto es que, de momento, aunque Cataluña sigue formando parte de España, en el mensaje soberanista muchas veces se contraponen las bondades de los catalanes respecto a las de “los demás”. Incluso en el ámbito de la corrupción se ha utilizado este recurso por parte de la izquierda independentista catalana, puesto que aceptan gobernar con un partido que ha tenido que cambiar su nombre por sus problemas de corrupción (¿los corruptos catalanes son menos corruptos?).

Un discurso que va absolutamente en contra de otras reivindicaciones clásicas de la izquierda, empezando por el concepto de solidaridad entre regiones, el cual desvirtúan cada vez que justifican la separación del resto del país por motivos económicos. Igualmente sucede con la igualdad de oportunidades, por pensar que los catalanes merecen un destino mejor que el resto de ciudadanos que han tenido una historia común con ellos.

Y ahí están ERC, la CUP y otras formaciones menos numerosas, tratando de justificar lo imposible. Exponiendo su propuesta independentista y disfrazándola con la dicotomía de una pobre Cataluña supuestamente aplastada por una España abusona, llevando el maniqueísmo a extremos increíbles. Ya ni siquiera se esfuerzan en aparentar una dialéctica de izquierda/derecha, pues hace tiempo que el eje es España/Cataluña y lo saben perfectamente.

Y todo a los pies de un PDECat líder del proceso. Amparándolo, permitiendo la subsistencia de un político como Mas hasta hace poco o ahora Puigdemont, cuyo partido ha recortado derechos sociales y sanitarios en Cataluña ante las narices sin olfato de los soberanistas supuestamente progresistas.



Anteponiendo, en definitiva, la necesidad de separarse del resto con el sofisma de que “solos nos irá mejor que con estos”. Sucede que muchos de “estos” son también catalanes o españoles que desean que a Cataluña le vaya mejor sin necesidad de rupturas y, entre ellos, muchos también de izquierdas. 


Pero eso les trae sin cuidado.

lunes, 16 de octubre de 2017

MI PATRIA: MIS DERECHOS Y LIBERTADES

Resulta imposible abstraerse estas últimas semanas del debate identitario o patriótico que se ha instalado en todos los foros virtuales y medios de comunicación. Hemos percibido su huella en el deporte, las tertulias de ocio, las conversaciones de barra o los asuntos familiares incluso.

Los efectos colaterales del procès en Cataluña se expanden a una velocidad pasmosa y no son pocos quienes, al sentir esa flamígera llamada en sus corazones, se aprestan a manifestar cuán españoles o catalanes, o vascos, o calagurritanos se sienten. 

Las banderas ondean en balcones y las fotos de perfiles en las redes sociales, mientras comercios asiáticos y vendedores ambulantes hacen su particular agosto, encantados con el fervor nacionalista imperante.

Sucede, sin embargo, que existe una parte de la sociedad en la que me incluyo, a la que aquello de saltar coreando "Yo soy español, español" o derramar una lágrima mientras suenan los primeros versos de "La Balanguera", no nos llama particularmente. No sentimos que definirnos como "españoles", "mallorquines" o cualquiera que sea la región en la que vive el lector sea algo que responda satisfactoriamente a nuestra perspectiva sobre estas cuestiones.

En algunos casos, porque consideramos el mundo en que vivimos como un todo en el que las diferentes culturas son un elemento de diversidad que nos enriquece al intercambiarlas, no un objeto arrojadizo con el que batallar para decidir cuál es superior. También porque los derechos y libertades en los que creo representan valores universales. Y no son patrimonio exclusivo de un determinado Estado, nación o expresión cultural. Aun así, respeto las sensibilidades diferentes a la mía, siempre que no sean excluyentes o impositivas.

Existen también otras razones por las que más personas sentirán esa desubicación respecto  al concepto de nación, patria o país  y todas ellas tan legítimas como las que he enumerado: desapego social, falta de referentes, desarraigo, etc.




Ocurre, no obstante, que todas las personas que habitamos el planeta debemos pertenecer de un modo u otro a una organización política y administrativa que varía en su nomenclatura y sus características según la latitud geográfica, pero que finalmente mantiene un nexo, querido o no, entre sus integrantes. Un Estado, un país, una república, una monarquía...

Ese ente político-administrativo incluye a los que se muestran orgullosos de pertenecer a él, a los que desean formar el suyo propio partiendo de un fragmento del mismo, a los que son capaces de compaginar la querencia al todo y a la parte y a los que no nos sentimos cómodos con el concepto de identidad nacional en ninguna de sus variantes, centrífuga o centrípeta, pero que reivindicamos el amparo y la garantía de derechos y libertades básicos.

Pues bien, ante semejante escenario nos encontramos ahora mismo por primera vez desde su promulgación con una propuesta de los principales partidos del hemiciclo para reformar la Constitución de 1978. Una tarea que se antoja titánica ante la diversidad de opciones que se barajan, muchas de ellas contradictorias. Pero también lo fue en aquel entonces y se pergeñó un texto que ha sido el eje vertebrador de los derechos en este país durante 40 años. Y con un apoyo social y político como nunca ha vuelto a tenerlo ningún otro texto legal que se haya consultado directamente a la ciudadanía. 

Ante esta magnífica oportunidad de cambiar las reglas del juego desde la legalidad, me parece particularmente oportuno sugerir o recordar que puede haber una forma, una idea o ideas, que, si bien no contenten a todos los implicados (imposible en cualquier ámbito de la vida), sí resulten suficientes para forjar el habitáculo que nos pueda albergar conjuntamente.

Son muchas las mentes brillantes que las han considerado en los últimos 100 años, pero quiero destacar dos particularmente por su claridad en la forma de exponerlas: Ortega y Gasset y Jürgen Habermas.



El genio madrileño acuñó la expresión "Entusiasmo constructivo" para definir el ánimo que debía anidar en los corazones y cabezas de quienes tenían que afrontar la transformación del país. Estas fueron sus palabras al respecto: "Este debe ser el supuesto común a todos los grupos republicanos, lo que latiese unánimemente, por debajo o por encima de todas nuestras otras discrepancias; que nos envolviese por todos los lados como el aire que respiramos, y como el elemento de todos y propiedad de ninguno. La República tiene que ser para nosotros el nombre de una magnífica, de una difícil tarea, de un espléndido quehacer, de una obra que pocas veces se puede acometer en la Historia y que es a la vez la más divertida y la más gloriosa: hacer una Nación mejor". (El subrayado es mío)

Ortega se refería a que la citada República debía ser la mejor expresión de derechos y libertades que respondieran a las necesidades de todas las partes implicadas, de modo que el motivo de orgullo no fuera una determinada región, o enclave, o elemento cultural, sino la suma de todos esos derechos y libertades, algo con lo que cualquiera pudiera sentirse identificado de una manera grata, sin necesidad de enarbolar identidades con las que fomentar movimientos contradictorios. 

Bastantes años después, Habermas a partir de su obra "Identidades nacionales y postnacionales" (1989) y en otras posteriores, se pronunció en términos semejantes, al promocionar y desarrollar el concepto que el político y periodista alemán Dolf Sternberger había ideado: el "Patriotismo Constitucional". 




Su génesis parte de la voluntad de superar los estigmas que el nazismo había dejado en el sentimiento patriótico de la Alemania de posguerra, dotándolo de un contenido democrático. Pero después evolucionó hacia algo más universal y profundo: habiendo detectado las deficiencias y contradicciones que esconde el concepto de "nación" y con el ánimo de superarlo, surge de la concepción de una sociedad democrática participativa, en la que el establecimiento de derechos, libertades y garantías se erige como la verdadera "patria" a la que defender y con la que identificarse.

Veamos qué dice el filósofo germano en su obra (página 102): "Las tradiciones nacionales siguen acuñando todavía una forma de vida que ocupa un lugar privilegiado, si bien sólo en una jerarquía de formas de vida de diverso radio y alcance. A estas formas de vida corresponden, a su vez, identidades colectivas que se solapan unas con otras, pero que ya no necesitan de un punto central en que hubieran de agavillarse e integrarse formando la identidad nacional. En vez de eso, la idea abstracta de universalización de la democracia y de los derechos humanos constituye la materia dura en que se refractan los rayos de las tradiciones nacionales —del lenguaje, la literatura y la historia— de la propia nación."

Se trata, por tanto, de la reivindicación "patriótica" de esos derechos y libertades que, aun siendo capaces de proteger e integrar las distintas sensibilidades nacionalistas que cohabitan un determinado espacio geográfico y social, se alzan por encima de éstas como el nexo que iguala a todos sus habitantes a pesar de sus diferencias culturales. 


Es una idea que, por su propia naturaleza, no entiende de fronteras o aplicaciones limitadas. Tan válida es para España como para la propia UE, o cualquier otro país o agrupación de Estados. No precisa de un origen histórico o étnico en común o de una afinidad cultural inmensa, sino que son los propios valores constitucionales, de carácter democrático y universal, los que constituyen la razón de pertenecer al Estado o supranacionalidad que los acoge.  

Quizás si somos capaces de superar y  arrinconar las ansias de destrucción mutua que algunos elementos de ambos extremos se profesan, podamos vislumbrar en los próximos años el nacimiento de una nueva carta de derechos y libertades que dé respuesta a las reivindicaciones de muchos ciudadanos que somos capaces de respetarnos y convivir, independientemente del idioma que hablemos y de la cultura que profesemos, defendiendo y comprendiendo el derecho del prójimo a hacerlo. Nunca es tarde para evitar una tragedia y siempre estamos a tiempo para dialogar y tratar de mejorar el mundo en que vivimos.