lunes, 26 de mayo de 2014

A RUBALCABA LE HA FALTADO RUBALCABA

Alfredo Pérez Rubalcaba ha anunciado que no se presentará a las primarias que el PSOE celebrará ni al Congreso extraordinario de los días 19 y 20 de julio. Era una noticia esperada, tras el resultado obtenido en los comicios europeos. Me parece, pues, un momento adecuado para valorar la trayectoria del químico transmutado en político que nunca dejó de aplicar el estudio y la ciencia en el ejercicio de la política.

Un repaso a los últimos 20 años de su carrera meteórica desde que fue nombrado ministro de la Presidencia y de Relaciones con las Cortes por Felipe González, sirve para comprobar que desde entonces ha sido (oficialmente o a la sombra) el consejero áulico de todos los presidentes y secretarios generales socialistas hasta ocupar él mismo este cargo. Su experiencia, capacidad de expresarse con convicción y sagacidad le fueron imprescindibles a un González acosado por la corrupción, el GAL y los medios conservadores. Posteriormente, estuvo al lado de Joaquín Almunia durante su breve periplo como líder socialista y después se tornó en imprescindible para José Luís Rodríguez Zapatero, como pudo comprobarse desde las elecciones de 2004 en adelante.


¿Por qué entonces el hombre al que todos buscaban para escuchar sus consejos durante dos largas décadas no ha podido brillar de igual modo cuando le ha tocado llevar a él la dirección del partido? Los motivos, en mi opinión, son varios y voy a tratar de enumerarlos aquí. 

Uno de ellos, es evidente. La situación política de España y la derrota del partido socialista en las elecciones autonómicas y locales de mayo de 2011, tras los errores cometidos por el Gobierno como el infame decreto de mayo de 2010, era un hueso imposible de roer hasta para los colmillos más afilados. Zapatero no podía volver a ser candidato a la presidencia y había que buscar a alguien que fuera respetado por los ciudadanos y con la experiencia y carisma suficientes como para evitar una debacle. En aquellos momentos, Rubalcaba era el político mejor valorado de todos los que componían el Gobierno. Por socialistas y por ciudadanos. Su elección como candidato resultó obvia, sin perjuicio de las legítimas ambiciones de Carme Chacón




Aunque ni siquiera él podía evitar una debacle anunciada que se acrecentó cuando en agosto de 2011 se acometió una reforma exprés de la Constitución que fue nulamente explicada por el Presidente del Gobierno. El rechazo ciudadano fue total e incluso dentro del propio partido socialista hubo que apagar muchos fuegos. Fue el golpe de gracia a una candidatura que más bien tenía que minimizar daños más que generar alegrías. Soy de los que piensan que si los resultados fueron nefastos con él como candidato, probablemente hubieran sido peores con otros en su lugar.

Otro de los motivos, relacionado estrechamente con el anterior, es que los nuevos vientos políticos que soplan desde hace ya unos años claman por una regeneración de la vida política y de las caras de sus agentes principales. En tal escenario, alguien que lleva sin bajar del coche oficial (como gusta decir en la capital) más de 20 años no podía enarbolar el discurso de la renovación, aunque tampoco se le pedía. Lo que en otros países como Italia, por ejemplo, es valorado como un plus a tener en cuenta, la edad, ha pasado factura a un hombre que no ha perdido un punto de su lucidez pero al que muchos ciudadanos han visto ya como amortizado o, incluso, corresponsable como anterior miembro del gobierno socialista, de la situación que después decía que iba a solucionar. 

Independientemente de lo acertado o no de la acusación contra quien había desempeñado funciones de ministro del Interior y únicamente había tenido influencia sobre la parcela económica durante unos meses como vicepresidente, es un argumento que se ha instalado en la opinión colectiva y que ha sido una barrera infranqueable para muchos. 

Por otra parte, no hay que descartar los propios errores que haya podido cometer como secretario general que son varios. Algunos motivados por decisiones propias y otros por cuestiones ajenas en un principio pero que no han sido manejadas con la celeridad o diligencia que se esperaba de quien, hasta el momento, había estado asomando la cabeza desde las trincheras para indicar a todos el camino por el que se podía transitar sin pisar las minas. Desde luego, le ha tocado dirigir el partido en uno de los momentos más complicados de su historia.

Sin embargo, a mi juicio, el motivo principal por el que no hemos podido asistir a su consolidación definitiva como el líder que necesitaba el socialismo español ha sido, como reza el título de este texto, porque a Rubalcaba le ha faltado Rubalcaba. En un giro del destino que no está carente de ironía, el consejero por excelencia no ha tenido a su lado a alguien de su talla que pudiera aconsejarle para valorar las situaciones desde otra óptica que no fuera la suya. 




Y no es porque Elena Valenciano u Óscar López no sean personas capaces. Pero su función nunca ha sido (ni lo han pretendido) convertirse en el Pepito Grillo de su secretario general. Además, la comparación sería injusta, pues ellos nunca han desempeñado funciones en gobierno alguno, ni tienen la dilatada experiencia que el propio Rubalcaba tenía ya cuando comenzó a susurrar al oído de Felipe González sus recomendaciones. 

Así pues, su principal problema lo ha constituido el no haber podido cumplir consigo mismo el papel que desempeñó tan necesario para el partido y otros dirigentes en otros momentos. 

En cierto modo, el abrupto final de su trayectoria denota que la política es una ciencia social en la que no caben teorías ni ecuaciones exactas. Nadie podría discutir que Alfredo Pérez Rubalcaba es una persona inteligente, capaz y que ha hecho muchas cosas valiosas a lo largo de su trayectoria. Pero en su expediente político también se le juzgará por estos últimos años convulsos y los resultados electorales obtenidos.

Mi opinión personal es que se va una de las personas más lúcidas y brillantes que he podido conocer en mis más de 20 años en el partido. A la que el tiempo y las circunstancias le han jugado la mala pasada de situarle en el lugar que merecía, pero en el momento más difícil para estar ahí. No me arrepiento en modo alguno de haberle apoyado para que fuera el candidato en las elecciones generales de 2011, ni tampoco en el Congreso de Sevilla. Todos los que lo hicimos confiábamos en él y su capacidad que había sido acreditada en suficientes ocasiones. 

Pero la política es como una amante insaciable, un compañero al que es imposible contentar; no importa que le hayas dado los mejores años de tu vida: puede despacharte sin miramientos en un abrir y cerrar de ojos, esperando su próxima víctima para comenzar de nuevo todo el proceso y devorarla también.


viernes, 23 de mayo de 2014

SOBRE LA JORNADA DE REFLEXIÓN

Como en cada periodo electoral en España, el día antes de la celebración de las votaciones tiene lugar la denominada "jornada de reflexión". Aunque nuestra normativa no llega a los límites de la legislación argentina, por ejemplo, entre cuyas prohibiciones figura la expedición de bebidas alcoholicas entre 12 horas antes y 3 horas después de la celebración de los comicios, no deja de ser excepcional en el seno de la Unión Europea. 


Su inclusión guarda más relación con la supuesta protección de los votantes frente a manipulaciones mediáticas o partidistas en fecha tan señalada, que con la reflexión personal propia a la que alude su denominación. No obstante y al margen del debate sobre su anacronismo, no deja de resultar interesante especular sobre qué podría ser objeto de reflexión durante la jornada previa al día de las votaciones.



Suponer que los votantes hemos recibido y analizado toda la información electoral de las formaciones que se presentan y que, tras un detallado análisis, procedemos a reflexionar sobre la que más se ajusta con nuestro credo para otorgarle nuestro voto es poco menos que un chiste, lo sé. La sobresaturación de datos, los prejuicios, la indiferencia o la militancia en alguna de esas formaciones impiden que eso sea posible. 





Sin embargo, cuando ya llevamos unos años de profundo desapego de muchas personas hacia las instituciones públicas y esa masa heterogénea conocida como "los políticos", quizá no es tan mala idea que, por una vez, seamos capaces de despojarnos de ideas preconcebidas. De superar nuestra indignación y desprecio. Y que podamos dedicar unas horas a pensar sobre la verdadera importancia de un proceso electoral y las consecuencias que van asociadas al mismo.


Naturalmente, no pretendo afirmar que esas reflexiones no hayan tenido lugar en otros momentos a lo largo del año o meses anteriores a la celebración de las elecciones. Tan solo que en el día previo a las votaciones puede ser útil realizar ese ejercicio de análisis interno.


Así pues, creo que una de las preguntas clave que debemos formularnos es si el hecho de votar puede cambiar o no algo que afecte a nuestras vidas o, por el contrario, todo va a continuar siendo igual. Si echamos un vistazo a la situación del país desde los últimos comicios celebrados (en toda España) en noviembre de 2011 podemos comprobar como ha variado sustancialmente. De cada uno depende valorar si ha sido para peor o mejor, pero es indiscutible que las normas laborales, el acceso a la justicia, a la educación o a la sanidad se han modificado en estos dos años y medio de gobierno. La situación económica y de empleo tampoco es la misma. 


Se trata de materias que inciden enormemente en nuestras vidas y las de las personas que nos rodean. Por lo tanto, podemos afirmar sin duda que del resultado de unas elecciones se derivan unas consecuencias ante las que no podemos ser indiferentes, ya que estas no lo son desde luego respecto a nosotros. En el caso de las europeas, teniendo en cuenta el altísimo porcentaje de legislación comunitaria que determina después la nacional en materias como energía, alimentación, pesca, agricultura o finanzas, también se cumple esta premisa.


Es difícil visualizar que el voto de un individuo tenga tanta importancia porque a menudo olvidamos la naturaleza global, colectiva, del procedimiento. Pero son precisamente los pensamientos relativos a la inutilidad de nuestra aportación los que nos impiden apreciar que es la suma de voluntades la que conforma las mayorías que luego crean los grupos políticos que, finalmente, inciden en nuestro entorno vital. 


Eso nos lleva a la segunda de las preguntas que debemos plantearnos. ¿Es lo mismo votar a una formación que a otra? Para hallar la respuesta debemos remitirnos de nuevo a las diferencias a las que hacía referencia en sanidad, educación, normativa laboral o justicia. El debate sobre si las políticas actuales son mejores o peores se circunscribe, como he dicho, a la esfera personal (mi opinión es de sobras conocida). Pero si incluso entre legislaturas diferentes de gobiernos de un mismo color las variaciones suelen ser palpables en estas áreas, cuando se trata de formaciones distintas son enormes. 


Habrá quienes piensen que no es así, pero las leyes promulgadas y sus consecuencias sociales, jurídicas y económicas a la vista están. También hay formaciones políticas que, a pesar de reconocer en privado las diferencias existentes, han hallado un filón mediático en equiparar públicamente a partidos distintos. No deja de resultar cómico y paradójico que eso, a su vez, les asemeja a ellos entre sí mucho más de lo que aseguran que lo están las formaciones a las que acusan. 



La tercera de las preguntas que podríamos hacernos consistiría más bien en un examen de conciencia. En preguntarnos a nosotros mismos si aplicamos siquiera la mitad del grado de exigencia que reclamamos de las instituciones democráticas. Si somos transparentes, justos, equitativos. Si pagamos nuestros impuestos y no evadimos, si somos honrados, si respetamos a todos por igual. Porque como ante cualquier acontecimiento social, afrontarlo con cierta humildad y conocimiento de las limitaciones humanas puede contribuir a diluir la convicción que muchas veces ejercemos de que nuestra supuesta superioridad moral nos impide participar en estas cuestiones. 


Por supuesto, la exigencia hacia quienes ejercen la representación pública debe ser mayor por el comportamiento ejemplar que les corresponde, pero también considero oportuna esa reflexión interna. 


Por último, ya que este texto no es más que una elucubración personal con dimensión pública y no un catálogo, también puede resultar útil valorar si nuestra vinculación directa con todo lo atinente al resultado de unas elecciones se limita a ejercer nuestro derecho a votar.  O, por el contrario, si vamos a tratar de seguir participando con nuestras críticas, nuestras quejas, nuestras felicitaciones o nuestras opiniones sin más dirigidas hacia nuestros representantes electos. La irrupción de las redes sociales permite hoy en día la posibilidad real de que así sea, por lo que ya no es excusa la supuesta muralla infranqueable que antaño sí existía. 


No puedo evitar acabar este texto recordando las palabras de Herman Hesse cuando afirmó que la práctica debe ser producto de la reflexión y no a la inversa.