lunes, 4 de noviembre de 2013

EL CREPÚSCULO DE LAS CONSOLAS TRADICIONALES

Nos encontramos en la antesala de la irrupción de una nueva hornada de consolas domésticas y si algo podemos ya afirmar, es que a medida que se suceden las evoluciones de éstas, sus capacidades extralúdicas adquieren tanto protagonismo como su función principal, esto es, jugar.

No se trata de algo pernicioso per se. A fin de cuentas, muchos de nosotros nos acercamos a este mundo gracias a los ordenadores de los 80 que nuestros padres compraron en su día “para ayudarnos a estudiar”, lo cual no deja de resultar bastante paradójico.

Además, no somos pocos quienes en las dos últimas generaciones (bueno, salvo que seas nintendero) hemos utilizado sin rubor nuestras consolas como aparatos de reproducción de audio y vídeo. En algunos casos con más asiduidad incluso que su cometido lúdico.

Soy plenamente consciente de que estas líneas constituyen una concesión a la nostalgia sin más finalidad que pasar un buen rato rememorando días ya pasados. Pero lo cierto es que no puedo evitar pensar que había algo mucho más bello, más poético, más auténtico, cuando las consolas servían únicamente para jugar.



Una de las características de aquellas máquinas es que, a diferencia de lo que sucede en la actualidad cuando su diseño ha adquirido una importancia irracional por varios motivos, su aspecto estaba plenamente condicionado por su funcionalidad. Así pues, su arquitectura externa nos muestra que fueron concebidas como artefactos sencillos y pensados para poder albergar sin problemas sus enormes cartuchos (pantagruélicos en el caso de la NES) sin importar en modo alguno su encaje estético en el salón de casa.

A fin de cuentas, por aquel entonces las consolas eran vistas como objetos tan marcianos por la mayor parte de la población que, en cierto modo, tenía sentido que su aspecto no estuviera encaminado a epatar. Además, su falta de funcionalidades al margen de jugar a videojuegos, hacía que su presencia cuando no eran utilizadas fuera tolerada con desagrado por las féminas que en aquellos años dictaban nuestras normas esenciales de convivencia, ergo nuestras madres (hasta su sustitución unos años más tarde por nuestras novias).

Sencillamente, para ellas no tenía sentido aquel trasto rectangular y feo con esos horribles cables por todas partes en el habitáculo donde tenían lugar las comidas familiares, el visionado de partidos de fútbol con nuestro progenitor y de “V”, por ejemplo, con todos los miembros de la casa.



Por otra parte, existe un aspecto que me llama enormemente la atención sobre las máquinas actuales. Y es que una parte no poco importante de sus capacidades están dedicadas a esas otras características que no están relacionadas con el uso de videojuegos. Así pues, sus sistemas operativos están configurados no para optimizar al máximo su rendimiento en potencia de juego, sino que deben ser lo suficientemente versátiles para poder llevar a cabo las otras actividades multimedia para las que han sido diseñadas, consumiendo algunas de ellas no pocos recursos. Así, su software interno requiere por su complejidad una dedicación importante de memoria que no puede ser utilizada para mover una mayor carga poligonal, por ejemplo.

Eso es algo que no sucedía en unos aparatos que estaban concebidos exclusivamente para jugar cuando, en aquel entonces, la separación entre el PC y las consolas era total y absoluta. Sistema operativo era sinónimo de ordenador y de otras opciones, además de poder usar videojuegos. En las consolas, incluso la pequeña cantidad de software que llevaban para poder ejecutar los juegos tenía su finalidad lúdica. Era inconcebible denominar a eso “sistema operativo” tal y como los conocemos.

Y no puedo evitar pensar que lo que apuntaba respecto a las consolas actuales es una concesión más a la fusión de conceptos, un sacrificio en detrimento de la belleza gráfica, de la búsqueda del realismo en los movimientos. La que era una de las principales ventajas del hardware de las consolas en cuanto a los ordenadores, su utilización casi exclusiva para los juegos, está desapareciendo por los mismos motivos que en sus principales rivales, sin tener a cambio la facilidad de actualización que sí siguen conservando los PC y que antaño equilibraba la batalla entre ambos.



La visualización más clara en este sentido se obtiene echando un vistazo a las arquitecturas de Xbox One y PS4: prácticamente ordenadores personales más optimizados para el juego. Quién sabe. Quizás Wii U sea la última consola en lo que hardware se refiere “auténtica”.

Tal vez el problema no es exclusivo del mundo de los videojuegos. Es posible que sea más bien una cuestión de falta de referentes claros en un mundo globalizado donde el objetivo principal es gustar a todos y llegar al máximo número de personas alcanzables. Algo comprensible, desde una perspectiva mercantilista, pero que resulta muy difícil de casar con el aspecto mágico y único que había caracterizado hasta el momento a las consolas que únicamente servían para jugar.

Es de una lógica aplastante: un objeto que solamente tiene un uso puede parecernos hoy en día obsoleto en un mundo en el que la gente utiliza su teléfono móvil hasta para nivelar cuadros pero, en aquel entonces, las consolas eran las propietarias absolutas de la diversión virtual de la casa.

La pregunta que me formulo es cómo recuerdo a la NES, la Mega Drive, la Sega Saturn y la PS1. La respuesta es contundente como un bate con clavos: jugando a ellas. Sin embargo, si pienso en PS2 el visionado de películas ya se cuela entre mis memorias y en el caso de PS3 debo añadir fotos con presentación mientras escucho música de fondo, vídeos a la carta, alquiler de películas, etc.

Supongo que hoy es imposible concebir una máquina que esté exclusivamente pensada para eso, para jugar. Imagino a los gurús de las compañías apretando las palmas de sus manos contra su cuero cabelludo, al contemplar el boceto de un ingeniero romántico y algo perdido que representa un aparato que no se ciñe a los patrones de diseño más vanguardistas; que no tiene otras utilidades más allá de introducirle un juego y ponerse a jugar de inmediato; que su arquitectura interna no tiene otro objetivo que mover el mayor número de polígonos posible, con el mejor sonido y a la máxima resolución.


La felicidad, la diversión, la sensación de evasión que permite jugar a un videojuego es sencilla de enunciar, pero difícil de conseguir. Probablemente responde a que la magia ya perdida reside en el silogismo de que aquello que miramos y no podemos ver es lo simple. O quizás no es así. Quizás la cuestión reside en que no es la tecnología la que ha perdido la capacidad de conseguir las cosas de un modo simple, sino que somos los hombres quienes la hemos extraviado y ahora necesitamos mucho más para conseguir lo que antes no necesitaba de tanto. 

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