Nos encontramos en la antesala de la irrupción de una
nueva hornada de consolas domésticas y si algo podemos ya afirmar, es que a
medida que se suceden las evoluciones de éstas, sus capacidades extralúdicas adquieren tanto
protagonismo como su función principal, esto es, jugar.
No se trata de algo pernicioso per se. A fin de cuentas, muchos de nosotros nos acercamos a este
mundo gracias a los ordenadores de los 80 que nuestros padres compraron en su
día “para ayudarnos a estudiar”, lo cual no deja de resultar bastante
paradójico.
Además, no somos pocos quienes en las dos últimas
generaciones (bueno, salvo que seas nintendero) hemos utilizado sin rubor
nuestras consolas como aparatos de reproducción de audio y vídeo. En algunos
casos con más asiduidad incluso que su cometido lúdico.
Soy plenamente consciente de que estas líneas
constituyen una concesión a la nostalgia sin más finalidad que pasar un buen
rato rememorando días ya pasados. Pero lo cierto es que no puedo evitar pensar
que había algo mucho más bello, más poético, más auténtico, cuando las consolas
servían únicamente para jugar.
Una de las características de aquellas máquinas es
que, a diferencia de lo que sucede en la actualidad cuando su diseño ha
adquirido una importancia irracional por varios motivos, su aspecto estaba
plenamente condicionado por su funcionalidad. Así pues, su arquitectura externa
nos muestra que fueron concebidas como artefactos sencillos y pensados para
poder albergar sin problemas sus enormes cartuchos (pantagruélicos en el caso
de la NES ) sin
importar en modo alguno su encaje estético en el salón de casa.
A fin de cuentas, por aquel entonces las consolas eran
vistas como objetos tan marcianos por la mayor parte de la población que, en
cierto modo, tenía sentido que su aspecto no estuviera encaminado a epatar.
Además, su falta de funcionalidades al margen de jugar a videojuegos, hacía que
su presencia cuando no eran utilizadas fuera tolerada con desagrado por las
féminas que en aquellos años dictaban nuestras normas esenciales de
convivencia, ergo nuestras madres (hasta su sustitución unos años más tarde por
nuestras novias).
Sencillamente, para ellas no tenía sentido aquel
trasto rectangular y feo con esos horribles cables por todas partes en el habitáculo
donde tenían lugar las comidas familiares, el visionado de partidos de fútbol
con nuestro progenitor y de “V”, por ejemplo, con todos los miembros de la
casa.
Por otra parte, existe un aspecto que me llama
enormemente la atención sobre las máquinas actuales. Y es que una parte no poco
importante de sus capacidades están dedicadas a esas otras características que
no están relacionadas con el uso de videojuegos. Así pues, sus sistemas
operativos están configurados no para optimizar al máximo su rendimiento en
potencia de juego, sino que deben ser lo suficientemente versátiles para poder
llevar a cabo las otras actividades multimedia para las que han sido diseñadas,
consumiendo algunas de ellas no pocos recursos. Así, su software interno
requiere por su complejidad una dedicación importante de memoria que no puede
ser utilizada para mover una mayor carga poligonal, por ejemplo.
Eso es algo que no sucedía en unos aparatos que
estaban concebidos exclusivamente para jugar cuando, en aquel entonces, la
separación entre el PC y las consolas era total y absoluta. Sistema operativo
era sinónimo de ordenador y de otras opciones, además de poder usar
videojuegos. En las consolas, incluso la pequeña cantidad de software que
llevaban para poder ejecutar los juegos tenía su finalidad lúdica. Era
inconcebible denominar a eso “sistema operativo” tal y como los conocemos.
Y no puedo evitar pensar que lo que apuntaba respecto
a las consolas actuales es una concesión más a la fusión de conceptos, un
sacrificio en detrimento de la belleza gráfica, de la búsqueda del realismo en
los movimientos. La que era una de las principales ventajas del hardware de las
consolas en cuanto a los ordenadores, su utilización casi exclusiva para los
juegos, está desapareciendo por los mismos motivos que en sus principales
rivales, sin tener a cambio la facilidad de actualización que sí siguen
conservando los PC y que antaño equilibraba la batalla entre ambos.
La visualización más clara en este sentido se obtiene
echando un vistazo a las arquitecturas de Xbox One y PS4: prácticamente
ordenadores personales más optimizados para el juego. Quién sabe. Quizás Wii U
sea la última consola en lo que hardware se refiere “auténtica”.
Tal vez el problema no es exclusivo del mundo de los
videojuegos. Es posible que sea más bien una cuestión de falta de referentes
claros en un mundo globalizado donde el objetivo principal es gustar a todos y
llegar al máximo número de personas alcanzables. Algo comprensible, desde una
perspectiva mercantilista, pero que resulta muy difícil de casar con el aspecto
mágico y único que había caracterizado hasta el momento a las consolas que
únicamente servían para jugar.
Es de una lógica aplastante: un objeto que solamente
tiene un uso puede parecernos hoy en día obsoleto en un mundo en el que la
gente utiliza su teléfono móvil hasta para nivelar cuadros pero, en aquel
entonces, las consolas eran las propietarias absolutas de la diversión virtual
de la casa.
La pregunta que me formulo es cómo recuerdo a la NES , la Mega Drive , la Sega Saturn y la PS 1. La respuesta es
contundente como un bate con clavos: jugando a ellas. Sin embargo, si pienso en
PS2 el visionado de películas ya se cuela entre mis memorias y en el caso de
PS3 debo añadir fotos con presentación mientras escucho música de fondo, vídeos
a la carta, alquiler de películas, etc.
Supongo que hoy es imposible concebir una máquina que
esté exclusivamente pensada para eso, para jugar. Imagino a los gurús de las
compañías apretando las palmas de sus manos contra su cuero cabelludo, al
contemplar el boceto de un ingeniero romántico y algo perdido que representa un
aparato que no se ciñe a los patrones de diseño más vanguardistas; que no tiene
otras utilidades más allá de introducirle un juego y ponerse a jugar de
inmediato; que su arquitectura interna no tiene otro objetivo que mover el
mayor número de polígonos posible, con el mejor sonido y a la máxima resolución.
La felicidad, la diversión, la sensación de evasión
que permite jugar a un videojuego es sencilla de enunciar, pero difícil de
conseguir. Probablemente responde a que la magia ya perdida reside en el
silogismo de que aquello que miramos y no podemos ver es lo simple. O quizás no
es así. Quizás la cuestión reside en que no es la tecnología la que ha perdido
la capacidad de conseguir las cosas de un modo simple, sino que somos los
hombres quienes la hemos extraviado y ahora necesitamos mucho más para conseguir
lo que antes no necesitaba de tanto.
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